IV (No Es Amor Es Otra Cosa)

Te busco sin intenciones de encontrarte. Te busco sin saber qué haré si a tu encuentro llego. Te busco por necio, por testarudo, por torpe y tozudo. Te buscó porque en algún momento pensé que te amaba y no lo dije. Me quedé callado pensando en los convencionalismos sociales y en las reticencias que recién hoy puedo entender el corazón no respeta. Siento que dentro mi pecho circula el veneno del odio y en él macero mi corazón, en el chapalea mi alma, con él me termino de embriagar en mis noches de borracheras suicidas y es ese mismo odio que me mantiene vivo, porque es la materia prima del amor. 

Estoy solo a esta hora que solía estar contigo. En general, estoy solo desde que te dejé partir sin decirte a quién buscas, a quién quieres, o si querías que le dé un vuelco a mi vida por quedarme contigo. Pensé que para esas historias de locura era ya tarde; terrible epifanía ésta de entender que sólo hoy es verdaderamente tarde, cómo he de hacerme contigo si tus ojos coquetos ya no me reprenden, pues ya no me prefieren. 

Jamás sobre mis hombros descansaron tus piernas grandes de potranca, ni tus ojos se torcieron al arar tu virgen suelo con mi bielda melancólica. Descubrí tus labios mordiéndose por la curiosidad, tus ojos chisporroteando las ganas de dar un paso que ninguno dio, idiotizados por las costumbres bien de nuestros padres. 

En tu respirar profundo y sonoro, como la marea nocturna, he reconocido el bramido de tus placas tectónicas moviéndose impacientes por el fuego del deseo, del desenfreno y en tu nariz cincelada noté la trémula y queda batalla por apaciguar tu vientre y su ímpetu concupiscente, el grito doloroso de tu sexo impaciente. 

Todo eso se marchó incólume, intocado, firme. Dolor. Tristeza. Saudade. Otras manos recorrerán tu espalda desnuda y otros labios despertarán la vena de tu cuello que inflama tus pezones y otra mano apretará el fruto pétreo que cae de tu tronco robusto, lo arrancará, se lo llevará a la boca y acabará de un mordisco con tu inocencia. 

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No lo dije yo.

Lo dijo Zamba

Si tenes una muñeca
Que te besa y te cocina
Olvidate de otras tetas
De otros culos, de otras minas
De tus planes de soltero
Que en verdad nunca ocurrieron
Aunque vivas prisionero
De creerte la mentira.

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Oración Funebre I

A Sofía
Señor, hoy vengo de rodillas a tu altar
Desecho, consternado, agotado
Mis manos temblorosas se entrelazan,
Aunque parece que se esconden,
Se abrazan como dos niños aterrorizados.
Mis ojos arden como paja seca,
Mis lágrimas ácidas han caído todas
Corroyéndome y corroyendo tu existencia,
Enturbiándome el alma.
Estoy ciego, mi lengua yace inerte detrás
De mis labios secos como piedra pómez.
Te busco en la oscuridad para suplicarte:
¿por qué?

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Yo Los Considero Mis Hermanos


Si la mierda fuera oro, los pobres naceríamos sin culo

-
García Márquez en El Coronel No Tiene Quién Le Escriba


Yo no sé si están de acuerdo conmigo, pero este Zambayoni es un genio. Si no están de acuerdo me vale verga. Y a la verga los pastores, se acabo la navidad de los eufemismos pendejos.

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III (Aterrizaje Forsozo)

Te busco en el cielo.  


De pronto, una luz titila diminuta en la tarde gris.   


Pareces una estrella, un sueño, una promesa,  


Mientras te vas acerando a la tierra y a mi corazón.   


Y no puedo sino salir corriendo a tu encuentro.  

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¿?

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Crónicas Habaneras (Tercera Parte)

lo que no sabrán jamás

es aquí en nuestra tierra,

de la montaña hasta el mar

sopla una brisa ligera

que va a volverse huracán

Ah, pero ellos no saben

que un día será un huracán.



-Pedro Aznar




“La moral de la Revolución está más alta que las estrellas” reza una pared que puede ser vista desde una ventana del antiguo Palacio Presidencial, donde ahora está la muestra permanente del Museo de la Revolución. En las calles, inclusive para los turistas, es notorio que la Revolución tambalea en lo material y, como pasa en el Ecuador, cuando las carencias materiales abundan, los estados del espíritu se postergan. No sé, la verdad, cuántos cubanos sientan que son parte de una revolución cuya moral esté más alta que las estrellas vistas desde el hermoso malecón habanero.

A cincuenta años vista, la Revolución adolece de un pecado capital: se estancó en un sistema hasta convertirlo en el nuevo status quo. Cuba, liderada por Fidel Castro, no entendió que el orden mundial exigía un rompimiento de paradigmas desde que la Unión Soviética colapsó, arrastrando con ella todo un sistema geopolítico y económico. Corría, por aquél entonces, el año de mil novecientos noventa y la isla mayor del Caribe perdería el subsidio anual de casi cinco mil millones de dólares que en diversas formas recibía de la gran Matrioska.

El mundo bipolar, el de los valores contrapuestos y enfrentados sintió que había un triunfador y un vencido. Fidel Castro debió trabajar en mantener vivos los valores que inspiraban la revolución, pero el dogmatismo teórico lo impulsó a mantener un sistema que necesitaba de un línea de crédito constante y que enfrentaba diversos enemigos, principalmente, el bloqueo impuesto por los Estados Unidos de América. Sólo la tozudez de Castro podría empecinarlo a no tomar medidas aperturistas, de aprovechar mejor para su sociedad la herramienta que es el mercado y puso a Cuba en el estado de necesidad evidente en que se encuentra. Hace un tiempo dijo que se reprochaba haber sido tan necio.

Por supuesto, el supuesto vencedor de finales de los ochenta, hoy está vencido también. En un período mucho más corto que el vaticinado por muchos, el fundamentalismo de mercado ha fracasado de manera apoteósica y nos ha revelado que ningún organismo vivo puede subsistir en condiciones extremas. Hoy, por suerte, la evidencia nos está guiando hacia un régimen mucho más ecléctico y centrado más en las necesidades del individuo como tal.

Es importante que en ese camino se antepongan, como parte de la adopción de este personalismo moderno, el libre ejercicio de los derechos ciudadanos, en todas sus formas.

Este es otro punto en el que Cuba parece fallar. La constante presencia policial en las calles, vigilando a los ciudadanos, para pillarlos en cualquier falta, me recordó a la hermosa Beirut, donde el fanatismo obliga estas conductas. Notamos, además, que hay muchos que todavía temen hablar sobre política, como una taxista que me dijo que de eso no hablaba, porque “no entendía”. Notamos, también, que mucha gente quiere la salida de Fidel, pero prefieren insistir en el socialismo –aunque uno más moderado y moderno–. Hoy más que nunca los cubanos creen que es probable, pero la mayoría prefiere mantener el escepticismo, sólo para no ilusionarse.

No creo en los fundamentalismos. Sin embargo, entiendo que es imprescindible, por lo menos intentar, posicionarse en el momento histórico de cada decisión. Desde ese punto de vista, la Revolución Cubana encuentra total justificación. Solo eso explica porqué los grandes intelectuales de nuestro tiempo han apoyado la causa cubana.

Hoy, por supuesto, Fidel no es ya ese joven abogado convertido en rebelde por la fuerza de las circunstancias, de barba tupida, ojos profundos y oratoria encendida (que ni los plumarios pagados por la mafia cubana de Miami han logrado desvirtuar) sino un viejo consagrado a las añoranzas de la certeza de que en algún tiempo hizo lo correcto. Detenerse en ese punto de la historia, de la vida, que es un recorrer cíclico imprescriptible tal vez haya sido su más grande y terrible equivocación. A veces pienso en Fidel y en Cuba con cierta condescendencia, pues me parecen víctimas de un momento histórico mucho más grande que su realidad nacional, que era lo que debía haber interesado únicamente a los barbudos.

Visitando los lugares históricos de la Revolución empecé a entender y reflexionar sobre todas estas cosas que apunto, y sobre la magnitud de los hechos de mediados de siglo en la hermosa isla. No es coincidencia que estas crónicas hayan evolucionado como lo han hecho y que esta parte haya sido dejada para el final… De cuánta historia está cargada La Habana, Santa Clara, Playa Girón.

Siempre he pensado que uno de nuestros problemas, en el Ecuador, es la falta de comprensión de la dimensión histórica de los eventos. En Cuba es uno de los saldos positivos de la Revolución, aparte de su salud preventiva, su educación, su movimiento deportivo y su libre pensamiento. Esto último me ha llamado la atención desde hace ya mucho. En un país de tantas restricciones formales, como Cuba, la gente tiene un mentalidad mucho más abierta y tolerante. Acá, producto de la hipocresía de nuestra sociedad, blanca por fuera y podrida por dentro, como si de un sepulcro blanqueado se tratase, rige una especie de código de buenas costumbres que sirven para justificarse de la boca para afuera, pero nada más: la beata que reza todos los días, envía a su hija a Estados Unidos a que le practiquen un aborto, para evitar la afrenta social de una hija calentona o simplemente enamorada.

El momento histórico de la Revolución es otro y puede ser mucho más cruento que el de mil novecientos cincuenta y nueve. Es el de tomar nuevamente la senda revolucionaria, la de desafiar el status quo impuesto por la necedad histórica de una dirigencia que creyó estar llena de certezas y, por lo mismo, dejó de cuestionarse. El nacionalismo exacerbado, además, ha sido perjudicial para Cuba. Los monumentos y recuerdos de los días iniciales de la Revolución se guardan no como reliquias, sino como símbolos de una resistencia que se volvió tanto o más anacrónica que la lucha de ideas que intentaron perdurar más allá de estas mismas.

La figura emblemática del Che Guevara jamás podría relacionarse con la imagen de un pueblo vencido en sus esperanzas y de un gobierno disociado de su pueblo. Es él la imagen del revolucionario permanente, el que ofrece “el concurso de sus esfuerzos” donde sean necesarios para impedir la injusticia, la inequidad. Su rostro forjado en hierro en el Ministerio del Interior, frente a la Plaza de la Revolución firmado con el ¡hasta la victoria siempre! de sus días, en una tarde gris de brisa ligera pero sostenida, me recordó que los sueños son posibles. Guevara vivió para conocer su sueño y por suerte murió sin conocer su mutación en este especie de pesadilla. Creo que es una forma de haber vivido fielmente a su más vale morir de pie, que vivir de rodillas.

No nos engañemos ni claudiquemos a infantilismos: la situación cubana es durísima, los salarios no alcanzan para literalmente nada y es en el mercado negro donde los cubanos truecan lo que necesitan para subsistir. Yo mismo fui testigo de cómo funciona.

En cierta parte de La Habana, cuya dirección no voy a mencionar, un hombre de camisa cuadriculada y lentes de sol redondos y de marco dorado me invitó a subir. Desatendiendo todos los consejos recibidos y el sentido común del turista (¿?) accedí a adentrarme por los recovecos de edificio viejo y maltratado, por donde corrían desnudos niños pequeños. La gente me miraba con desconfianza y supongo que yo a ellos. Subí por un escalera de madera que rechinaba –¡cómo no!– a cada paso que dábamos y me sentí en Las Peñas de Guayaquil. Las paredes descascaradas y angostas se prolongaban en todas las direcciones.

Tocó la puerta de madera rojiza y se abrió ¡Sí, como las casas viejas de Guayaquil! Entré y detrás de mí se cerró inmediatamente la puerta y oí como se aseguraba el picaporte. Dos negras hermosas y de carnes generosas me sonrieron. La casita era pequeña, pero limpia. Un sofá raído, una mesa para cuatro personas con sus sillas metálicas, una vieja refrigeradora Kelvinator y un televisor que supuse era a blanco y negro, aparte de la radio de perillas que tenía mi abuelo médico en su baño, eran el menaje de casa. Detrás de la refrigeradora, un tercer hombre que salió del otro cuarto, sacó un saco de yute a rayas rojas, blancas y azules. Levantó unos cortes de tela blanca, debajo de los cuales grandes cajas de cigarros habanos se escondían. Me los ofrecieron a precios irrisorios comparados con los oficiales. Según mis anfitriones, eran sacados de contrabando de las fábricas estatales. Había de todo clase y tamaño.

Todavía me pregunto cuáles fueron mis motivos para no comprarlos, pero no logro dar con una respuesta que me satisfaga. Inventé una excusa tonta y le dije que regresaría, si me decidía, al día siguiente. OK, chico. No’a ningú problema. Me abrió la puerta y se despidió de mí. Mientras bajaba las escaleras me dijo Amigo, eso sí, usté jamás estuvo aquí. Asentí y salí a la luz de la calle, donde una cubana intentaba –infructuosamente– que Tati le regale su collar.

La economía oficial cubana se maneja aún en niveles irreales y la ración asignada para cada cubano es, por decirlo menos, deprimente. Es hora de un cambio, pero el cambio que quieren los cubanos que decidieron quedarse en la isla. No de los que renunciaron a su derecho de decidir sobre el futuro de la isla. Peor aún de vecinos entrometidos o aliados regionales que buscan, como en todas partes, sacar su beneficio. Silvio Rodríguez, ese cubano universal, escribió en Playa Girón ¿si alguien roba comida y después da la vida qué hacer? ¿Hasta dónde debemos aplicar las verdades? Y es la pregunta que asalta hoy a los cubanos, y la pregunta que los cubanos quieren hacer a sus dirigentes, y sus dirigentes tendrán que saber entender para poder responderla de cara al futuro.

En la tarde gris en que me paré en la Plaza de la Revolución me sentí solo y se me confundieron las nostalgias que corrían libres por el viento y creí entender por qué el taxista que nos llevó tenía la mirada perdida en el vacío. Cuántas esperanzas se erigieron en ese obelisco que corona la plaza y bajo el cual Martí se mira cara a cara con Guevara. Esa tarde, sin embargo, la plaza estaba vacía y silenciosa. El sol había escogido esconderse entre las nubes caribes. Debo reconocer que fue el destino que nos hizo ir primero al parque John Lennon y luego a la Plaza, porque habíamos decidido hacerlo todo por nuestros propios medios, sin brújula o plan de vuelo definido. Sin embargo, fue un movimiento preciso. People say I’m a dreamer, but I’m not the only one: y aquí estábamos, donde hace cincuenta años los cubanos se dijeron, lo que Lennon al mundo, el uno al otro. Quisieron soñar y soñaron y se embarcaron en una de las historias más hermosas y difíciles que podría conocer la poesía. Esa tarde, sin embargo, éramos apenas tres personas sobre la explanada de concreto.

Nos subimos al taxi y cogimos para el hotel, en silencio y eligiendo las imágenes con las que queríamos quedarnos para el corazón.

La Habana es una ciudad cargada de historia, cargada de significación, fue lo primero que advertimos cuando llegamos y una de las pocas cosas claras que nos quedó a nuestra despedida. El día en que regresaríamos al Ecuador, tan diferente pero tan parecido a Cuba, una tormenta tropical violenta se desató anticipando el paso devastador de Ike y Gustav. La noche anterior, las ventanas del hotel se habían estremecido con el golpe del viento cargado de historias y leyendas yorubas y aborígenes, de españoles y estadounidenses, de magnates y campesinos, de explotadores y revolucionarios, de héroes y contrarrevolucionarios.

De entre todos las imágenes que se quedaron en la retina y el corazón había que elegir las que más nos habían golpeado. Me quedé con Juan Bautista con el pulgar en alto, a pesar de todo, con la del paladar donde comimos, con las mujeres hermosas, especialmente las del Tropicana, con las fotos del Ché y Camilo Cienfugos sonriendo y con la Plaza de la Revolución en esa tarde gris. Pero por sobre todas las cosas, me quedé con la certeza de que John Lennon tenía razón y que la Revolución Cubana, cuando era revolución verdadera, nos podría hacer decir a cada uno People say I’m a dreamer, but I’m not the only one.

Fin

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Esto es...

el espacio donde guardo mi saudades...

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Crónicas Habaneras (Segunda Parte)

Gabriel García Márquez escribió, por los años cincuenta, cuando todavía era un flaco de apariencia sarracena y firmaba su columna La Jirafa bajo el seudónimo de Septimius, que “las ciudades se pueden conocer por sus mujeres*.

La Habana firma esa sentencia sin la menor oposición. La capital cubana es como sus mujeres: desenfadada, hermosa, cálida, cadenciosa y tropical. Cualquier hombre estaría dispuesto a perder la razón por ella. La magia del Caribe, de la que tanto se ha escrito y se ha hablado, es cierta. La noche habanera recoge en su firmamento estrellas fulgurantes, esquinas prohibidas, placeres y vicios criminalizados por un sistema de contradicciones desconcertantes.

Podría describir a las mujeres de La Habana y sentiría que la describo a ella misma. Sus piernas largas y desnudas se esconden apenas en la minifalda sempiterna, como el malecón alargado se pierde en los túneles que llevan a la bahía. Los muslos definidos y generosos, asentados en caderas espléndidas, se parecen a las casas de Miramar, hoy todas convertidas en embajadas, y la Habana Vieja mira al Caribe de la misma manera en que las cubanas miran al futuro. Completas, ellas, como la Habana está completa. No le falta ni le sobra una piedra, ni un paseo, ni una plaza. En el Tropicana, el cabaré insignia del Caribe –comparable, tal vez, sólo con el Moulin Rouge de París– estas verdades encuentran su punto máximo, su expresión más genuina. Las lentejuelas y el oropel se reproducen en una sociedad carente de bambalinas, los tambores en concierto denuncian la raigambre africana de esta cultura hija de tantos puntos cardinales. Los vestidos de luces, diminutos en las mujeres y llenos de guaraguas en el caso de los hombres esconden a veces pequeños desgarros, coseduras, remiendos y una que otra lágrima de la lámpara que carga sobre la cabeza esa mulata espléndida se ha secado ya. Pequeñas evidencias de que en Cuba, la crisis afecta a todos. O a casi todos.

La Habana nos abrió los brazos, como algunos quisieran que les abran el corazón las cubanas. El sol esplendoroso del Caribe en esta época del año acostumbra a quedarse más tiempo reinando en el cielo, hasta las ocho y media, nueve de la noche. El cubano, por lo general, es amable y educado. Carmigniani siempre me ha dicho que los cubanos son unos antipáticos y, no lo duden, nos encontramos con varios. Sin embargo, son un pueblo alegre. Debe ser el Caribe lo que los pone de tan buen genio, porque siempre están sonriendo, haciendo bulla, aunque se estén muriendo de calor y sed afuera del Museo de la Revolución.

Los caminos destinados para los turistas, claro que sí, están maquillados como se los maquilla con regeneración urbana en Guayaquil, sólo que en el caso cubano –esto es harto curioso– se condena esta venda, mientras que en el caso de la Perla del Pacífico se celebra que se quiera barrer a los indeseables por debajo de la alfombra adoquinada que se asienta sobre buena parte de este puerto estoico. Había que buscar la manera de adentrarnos, por lo menos un poquito, entr e la vida cotidiana de la alguna vez llamada “Perla de las Antillas”.

La Habana es una ciudad cargada de historia y de historias. Todo se trata de encontrar los caminos para descubrir por lo menos una pequeña parte de lo que le está vedado conocer al turista. Toca, entonces, dejar la comodidad del ómnibus del hotel y subirse a uno de los buses articulados traídos hace poco del Japón, el P1 que le dicen los cubanos. Ahí se puede escuchar la radio estatal, las conversaciones ocasionales entre una mulata formidable y un guajiro convertido en punkero. Con esa vocación algo irresponsable nos regresamos a pie desde el Morro-Cabaña después de ver la recreación histórico-turística llamada Cañonazo de las Nueve, que se hace en la antigua fortaleza del Morro desde donde por los años mil seiscientos los españoles les disparaban a los piratas. Un poco como la historia de Guayaquil, claro que la belleza arquitectónica de La Habana es infinitamente superior a la del puerto ecuatoriano, especialmente desde que construyeron el Malecón 2000 y todo la miamizada. Fue una caminata larga y en descenso, pasadas las nueve y media de la noche. Estaba muy oscuro y poca gente caminaba con nosotros. Por el miedo espinal que hemos desarrollado aquí en Guayaquil (en el Ecuador digamos) supuse que seríamos presa fácil de la delincuencia (que sí la hay en Cuba, más allá de lo que reporten las estadísticas oficiales). Sin embargo, el descenso fue tranquilo y pudimos conversar sin que nada nos incomodara. Más adelante, una familia de mulatos bajaba también a pata de la Loma del Morro y se volteó desconfiada a ver quién venía detrás: todo tranquilo, ¡turistas!

Desde que Raúl recibió el poder a través de las elecciones “oficiales”, se suponía habrían cambios trascendentales. La magnitud de los cambios no ha sido la esperada, pero sí se han eliminado ciertas viejas costumbres –malas costumbres– en Cuba. Por ejemplo, ya no existe la prohibición de entrar a ciertos lugares para los cubanos, que estaban reservados para los turistas extranjeros. Esa reforma ha aliviado ciertas tensiones, pero en la práctica no significado una mejora en el nivel de vida de los cubanos. Muchos preferirían seguir teniendo prohibida la entrada a hoteles y restaurantes y haber solucionado los temas de vivienda, alimentación y libertades civiles. Por supuesto, la tiranía se mantiene de otra manera, que es la misma de los países capitalistas: sólo puedes entrar al Floridita si tienes cómo pagar la cuenta y ningún cubano estaría dispuesto a pagar 28 dólares (disfrazados de pesos convertibles) por un plato de langosta a la termidor, especialmente si en el mercado negro es posible conseguirla a menos de ocho pesos convertibles.

Ese tema del mercado negro es revelador de la economía cubana. Como en otros países latinoamericanos, existe un mercado negro que se mueve paralelo y es más lucrativo que el legal. En Cuba, la existencia de dos monedas –el peso cubano, con el que no se puede comprar nada en el mundo real; y, el peso convertible, mágicamente equiparado al dólar y en el que se venden todos los productos que valen la pena– ha contribuido a que se acentúe esta verdad inexpugnable.

La cuestión, que más o menos logro entender, es la siguiente: se pagan los salarios en pesos cubanos y con ellos se puede comprar en el mercado racionado, es decir, en el de la cartilla. A pesar de que los cubanos han desarrollado una paciencia proverbial para esperar en filas (fue imposible tomarnos un helado en la famosa heladería Copelia, la cola le daba tres vueltas al parque), nadie podría siquiera conformarse con la ración mensual que se expende en el mercado racionado. Peor desde que pasaron los infames Ike y Gustavo por la isla. Entonces, hay que recurrir al mercado negro, donde se negocio en pesos convertibles y donde un peso cubano (te dan veinticuatro ó veinticinco de esos por cada uno de los convertibles) no tiene ningún valor. Un taxista nos dijo que cuando alguien consigue un trabajo, ya no se pregunta cuánto vas a ganar, sino, qué te puedes sacar. Es que de las fábricas de ron se sacan clandestinamente botellas de Habana Club Añejo (el excelente y mejorado reemplazo de Bacardi, que salió de la isla a raíz de la revolución. Hoy, apenas queda en la Habana un edificio con ese nombre: en él funcionan las oficinas de las Juventudes Comunistas Cubanas), de las fábricas de Cohiba y Popular se sacan cajas y pacas enteras de cigarrillos y exquisitos habanos.

La ley, por supuesto, intenta perseguir a los avezados comerciantes, pero la realidad es tan abrumadora que es difícil contenerla, más allá de que la pena jamás sirvió como medio disuasivo. Entonces, el mercado negro respira vivo y hasta nutre a los establecimientos oficiales. Según cuenta Yoani Sánchez, la socialdemócrata, delgada y disidente rebelde que escribe desde Cuba en su blog Generación Y, después del paso de los huracanes los restaurantes y tiendas oficiales estaban desabastecidos de los productos que, ante la inoperancia estatal, llegaban más rápido a través del mercado paralelo. Así, a un grupo de amigos se les acercó un hombre de jean y camiseta y, con la sigilo de quien ofrece drogas, les dijo que los podía llevar a comer a un paladar “privado”.

Un paladar, como en el que comimos la tarde en que no pudimos subir a Copelia (solo que éste era legal), no es otra cosa que el comedor de una casa convertido en restaurante. El Estado obliga a los paladares, a los oficiales, a compartir sus ganancias en partes iguales con él, a tener cuatro mesas por lo menos y servir más de tres platos distintos. Nos comimos un lomo uruguayo, que de uruguayo no tenía nada y era de cerdo. Una especie de milanesa de cerdo sazonada a lo cubano. No sé si era el hambre que cargaba por un día entero de desventuras de turista mal acompañado, pero me supo a salvación. Para acompañar el lomo uruguayo, pedimos primero una cerveza Bucanero que estaba bien, pero por la cual no cambiaría a mi fiel compañera verde. Como en alguna parte había leído que el Che Guevara había dicho del reemplazo de la coca cola (llamado sin tanto ampulosidad, simplemente refresco de cola) que sabía primero “a mierda” y después “a cucaracha”, no pude evitar pedirme el bendito refresco que no sabía tanto ni a mierda ni a cucaracha, pero era mucho más dulce y menos gaseosa que la “marca registrada del imperialismo”. Como el resultado fue un tanto descorazonador decidimos probar la cola de limón y fue ahí en que encontramos la bebida que nos acompañaría todo el viaje, porque simplemente era un refresco de limón que no tenía más ínfulas que las de ser una limonada ligera y gasificada, que servida bien helada constituía el mejor antídoto para el calor inclemente del medio día. Anécdota aparte, la noche bendita (que atesoro en mi memoria) en que nos fuimos al Tropicana nos sirvieron una botella de Havanna Club Especial con el desengañado refresco de cola y debo admitir que mezclado con aquél me gustó más el Cuba Libre (hay una broma muy habanera, que le ha cambiado el nombre al trago por el de “Mentirita”) que con la Coca Cola de los gringos.

Es imposible caminar desde la Bahía a la Habana. Los túneles que los comunican son de casi ochocientos metros de largo y están diseñados exclusivamente para circulación automotriz. Así que a la bajada del Morro tuvimos que cruzar la amplísima avenida que va hacia Habana del Este y pararnos, como varios cubanos, casi a las diez y media de la noche, en una parada de bus a esperar que pase el P5 que era, conforme nos dijo amable una señora, el bus que nos dejaría en la Habana Vieja, que de todas maneras está lejos de nuestro hotel, ubicado en la zona hotelera (por la avenida setenta). En el bus, claro está, éramos un par de bichos raros y, llegó un momento en que nos empezamos a sentir intimidados. Mi eterna compañera de viajes y aventuras era, por supuesto, la culpable: Yo habría pasado por cualquier otro cubano –excepto por las zapatillas de surfista de tierra firme– pero ella parecía extraída de la península nórdica, así que un par de raperitos empezaron a hablarnos en una jerga imposible de entender y nosotros, que para algo somos guayacos, no nos inmutamos, lo que seguramente no les hizo tanta gracia. En un rato me di cuenta que señalaban mis zapatillas, hasta que una señora hablando un español de entreveros les dijo, en lo poco que le entendí, que no jodieran má’ y se atravesó entre ellos y nosotros y nos dio una explicación con entonación de queja tanto o más enrevesada que apenas atiné a agradecer con una sonrisa.

Al bajarnos fue que conoceríamos la otra cara de la realidad cubana. La que no enseña por las mañanas las carrozas de caballos cansados dando paseos por las plazas de la Habana Vieja, el Museo de la Revolución, el hermoso malecón, el Hotel Nacional, el Capitolio, la Plaza de la Revolución y el Parque John Lennon. Tengo todavía la idea de que nos bajamos, por decisión mía, una parada antes de lo que nos recmonedaron. Así que terminamos casi en la boca de salida del túnel, cerca de lo que descubriríamos durante el día es un mercado de chucherías variadas, al pie del mar, a unas cuadras del Museo de la Revolución, más cerca del boulevar habanero que de la Habana Vieja. Empezamos a caminar Habana Vieja adentro y el paisaje se tornó lúgubre y poco amistoso. Todo estaba desolado, olía a orines y las paredes estaban pintarrajeadas en algunas partes. Fruto de mi invencible necedad, seguimos caminando y adentrándonos en callecitas angostas donde se veían casas con persianas de cartón, gritos de mujer y habladurías de borrachos. La gente reunida en algunas esquinas eran antillanos puros y todos, absolutamente todos, nos veían con desconfianza. Entendí que me había entrometido donde no debía y que mi presencia causaba desconfianza. A pesar de eso, seguí haciendo izquierdas y derechas, pero ya sabía que, estando aún casi el centro turístico de la ciudad, me había colado por los lugares periféricos que a estas horas, más de las once de la noche, nadie visitaba para “conocer”, a menos que tuviese algún propósito oculto. Ni modo: hubo que dar marcha atrás y salir por donde vinimos.

Habíamos tenido suficiente de enredos y extravíos, así que cogimos un taxi, nomás, siguiendo las indicaciones de Enrique “sólo de los oficiales” y nos subimos en un Lada amarillo con negro, cuyo conductor no tan gordito como amable, hacía un esfuerzo por entrar en la cabina sin terminar de joderse la columna. Como siempre, como en todas partes, los taxistas son la fuente más cercana de información (aunque dicen que en Cuba quedan todavía uno que otro taxista espía, de esos que eran agentes del G2, aunque muchos ahora le digan apenas la seguridá). Nos explicó que ya era hora de un cambio en Cuba, que Fidel tenía ideas preconcebidas que no iba a cambiar con el tiempo y que, respetando lo que él había hecho, había que dar paso a gente más joven y dinámica al gobierno.

Es que hay tres grupos de personas que en La Habana son insistentemente cuestionados: el Gobierno (y específicamente, Fidel), los policías y, lo que no nos cuentan los medios occidentalizados: ¡los curas!

Cuando recorríamos La Habana Vieja con nuestro guía Juan Bautista (un negro alto y delgado, cuyo único viaje al extranjero había sido para combatir en la Guerra de Angola, en la que Cuba participó durante quince años) noté que las iglesias estaban abiertas y que, inclusive, hay un monasterio de las Hermanas de la Caridad en plena Plaza de San Francisco. En él hay una estatua de la madre Teresa de Calculta, que vivió allí por unos meses en mil novecientos ochenta y ocho. Esto no cuadraba con la información recibida y que hablaba de la persecución de sacerdotes y religiosos en Cuba durante años y que supuestamente disminuyó notablemente con la visita del papa Juan Pablo II a la isla en mil novecientos noventa y ocho. Cuando pregunté sobre la hermosa catedral habanera y cuándo había sido reabierta, me dijo Juan que siempre había estado abierta y que era una cantaleta de los curas –a los que no dejaban participar en la vida política del país– lo de la persecución. Algo parecido me había dicho Carmigniani, al contarme que él había hecho la primera comunión (de lo que no le queda ni rastro) sin ningún problema y con varios amigos cubanos; y que, por supuesto, el tema de los curas en Cuba era un tema de proyección internacional hábilmente manejado por la prensa. Hoy, que el papa Benedicto XVI, ha agradecido a monseñor Arregui en el sínodo de los obispos de Roma –seguramente después del trágico reporte que Arregui le ha presentado– entiendo mejor la situación (sin negar los otros abusos políticos del régimen castrista, por supuesto).

Por cierto, sobre Juan Bautista, el guía de nombre bíblico (y tal vez inventado), me dejó dos perlas extraordinarias. Cuando me quiso cobrar un precio exorbitante por la asistencia turística, le dije que éramos ecuatorianos, tan pobres como los cubanos. Me contestó “tú y yo, cubano y ecuatoriano, seremos igual de pobres. Pero tú tienes la oportunidad de salir de tu país para visitar y conocer Cuba; yo la única vez que salí del país fue para irme a Angola con el ejército y tuve suerte, porque estoy vivo”. Y la otra, de una precisión milimétrica: Curiosamente, en La Habana hay un Cristo de piedra que extiende sus brazos. Yo le dije que mis amigos me habían mandado a La Habana a visitar al único Cristo comunista del mundo y logré que Juan se carcajeara con el chiste del bautizado por su tocayo y, mirando hacia el mar, con un breve suspiro me dijo señalando a la ciudad vieja: “Esta es nuestra realidad, nuestra historia, difícil, dura, pero nuestra. Y aquí estamos, aquí nos quedamos y aquí saldremos adelante”.
                                                                                                                                                 (continuará...)

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Las Cosas Que Deje

Me van a decir de todo, pero yo creo que este hombre aparte de ser un genio (o por eso mismo), canta una verdad innegable. 

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Día de Elecciones.

Más allá de la estupidez de la ley seca (otro delito que debe derogarse), los domingos electorales son una fiesta. No voy a hacer una digresión ni aceptaré comentario alguno sobre lo que le cuesta al Estado cada domingo electoral, este es un simple comentario de las vivencias, de la experiencia de ir a cumplir con la obligación de votar.

Como siempre, la conducta de los seres humanos se apega a la ley mientras así lo queramos. Prueba de ello son las jabas de cerveza que la gente compró hasta las once y cincuenta y nueve minutos de la mañana del jueves veintidós de septiembre de dos mil ocho y el veinti y pico por ciento de abstención registrado ayer, a
pesar de la multa y todas las amenazas que hay por no ir a votar.

Yo, que soy un insensato empedernido, me fui a votar.

Eran cuarto para las tres de la tarde, aproximadamente. No había ido a votar antes porque no había querido, la verdad. Había visto un par de programas con nombres rimbombantes y tremendistas como "Decisión 2008" (creo que era el de Ecuavisa) pero de ahí me dediqué a actividades más edificantes, como el fútbol argentino (qué partido River - Racing!) y tratar de leer Breve Historia del Tiempo de Stephen Hawkins (ningún libro me ha costado tanto entender y eso que recién voy por el capítulo tres).

Salí de mi casa, vestido de un inconveniente azul (aunque no tan inconveniente como salir de verde limón). Decidí hacer un perímetro a la zona de densidad poblacional y vehicular más intensa, o sea, desde el Policentro hasta la intersección de la Avenida Plaza Dañín con la Avenida de las Américas. Sabía que debía elegir un punto dentro de la Kennedy para parquearme. Subí el paso a desnivel de la Plaza Dañín, que estaba repleto hasta la mitad de buses y carros pugnando por avanzar.

Mierda, pensé, Me metí en el tráfico. Sin embargo, bajé de la mole de concreto sin mayores complicaciones, puse la direccional y, cosa rara, un chofer de bus me dejó adelantarlo y entrar a la ciudadela Kennedy, del lado Este. Avance completamente libre un par de cuadras y casi me parqueo dos cuadras antes de la avenida San Jorge, pero visto el poco tráfico encontrado, pensé que hallaría una locación mejor. Falso. La avenida San Jorge, en dirección hacia la Universidad Estatal, estaba repleta. Lamenté mi error y, para no perder más tiempo, decidí dejar el carro en el Policentro y caminar hacia la Universidad Estatal. Me serviría, total, para escuchar un poco la reacción de la gente, pescar comentarios al andar. El sol dominical se había tornado clemente y, a pesar de estar todavía de observador interestelar del proceso electoral, no nos asfixiaba como seguramente hizo con los que decidieron ir a votar a la una de la tarde, hora en que el cóndor se agigante con su vuelo y enlaza los volcanes con el cielo, el sol en el cenit es su rival.

Lejos de los Andes cívicos, en este puerto latinoamericano, de aguas turbias y grises, apenas a cuatro metros sobre el nivel del mar, la gente camina, hablando a gritos, en una y otra dirección. El desorden se apropia de las calles, se escuchan a lo lejos las campanillas de las carretillas de los heladeros y se camina en un ambiente de confianza democrática.

Hay de todo. El señor que vino en chancletas y bibidí, la señora que vino de sombrero de paja toquilla adornado con un macetero entero de rosas artificiales, la que pensó que esto era una fiesta y llegó de minifalda de blue jean. Había gente que caminaba en dirección contraria a la mía y comentaba los posibles resultados ¿Ganará el sí?, Yo voto no por Nebot, hasta una señora que, hablando con nadie y con todos al mismo tiempo, repetía Yo voté SÍ porque yo sí me acuerdo del bronco rojo asesino. Yo pensaba, yo trataba de acordarme del bronco rojo asesino, pero no lo lograba.

Seguí caminando hasta llegar a la esquina de la Avenida San Jorge, en la que empata con la Avenida Kennedy -que más adelante, por un lado, se convierte en la Víctor Emilio Estrada, de Urdesa; y, por el otro lado, se adentra en el clásico Barrio Orellana-, cruce bajo el paso a desnivel, después del cual la San Jorge cambia de nombre a Delta.


La gente se iba compactando, los espacios se iban reduciendo, el paso se apretaba. El aire traía un olor a frituras nostálgicas, el murmullo de todas las conversaciones se volvía un torbellino que se disparaba al infinito, ricos y pobres en la misma tarea, unos junto a los otros. Me acordé de la entrevista en la que Alfredo Adum dijo una verdad, pero que nadie tomó en serio porque la decía él: "Desnudos somos todos iguales. El rico y el pobre, nadie es diferente cuando está desnudo". Se me ocurrió que el día de las elecciones debía ser el otro momento de la vida en que éramos también iguales.

Seguí caminando, adentrándome ya en el corazón de la muchedumbre. El corazón me dio un vuelco infantil cuando vi los churros prohibidos, las empanadas, los granizados multicolores (otros les dicen raspados) coronados como nevados alpinos por una irregular mitra de leche condensada.

No pude resistirme a tomar un par de fotos, como esos turistas gringos, pero lo mío no rayaba en el maravillar idiotizado de los gringuitos, sino en un estado de felicidad y nostalgia infantil. Cuántas veces no habíamos caminado en la playa, embarrados de arena, rogándole a nuestros papás que nos dejen comer granizado, pastel de carne, maní salado.

Yo sé que suena a que es la primera vez que voto en años, pero la verdad siento lo mismo cada vez que voy a dizque ejercer este derecho, que es una obligación a veces ignominiosa. Antes me preocupaba pensando que me llamaban la atención tonterías como éstas, hasta que alguien mucho más inteligente que yo me hizo notar que sólo podíamos ser felices si anotábamos las cosas de la misma manera en que las anotaría un niño. Por eso no hablaré de referéndum, ni de porcentajes, porque Saint Exupery ya nos djo que esas son cosas que sólo impresionan a los mayores.

Encontré un tendido de zapatos, otro en el que vendía estatuillas de Buda y de Jesucristo, y vi que las estatuas no se odiaban entre ellas, sino que vivían pacíficamente una junto a la otra, aunque algunos repitan como loros que Buda está muerto, no tiene el poder de salvar! y por eso lo condenen y condenen a sus seguidores al infierno.

Caminé un poco más, casi esquivando a la gente que no reparaba en los demás, sino en la fritada, en la papa rellena, en los jotdocs, en el sánduche de chancho y el agua de coco. Lleva tu agua de coco heladita para la calor, varón, sánduche de chancho con cola para pasar el hambre, ¿a ver, cuantos quieres pelado?...

Entre el olor del aceite mil veces usado y el chancho para el sánduche se me entremezcló, en algún momento, el nauseabundo olor de los desechos, el orín, las inmundicias de ocho horas de tantas gentes vivas sobre la misma calle. Hice un esfuerzo para sobreponerme al asco, a no pisar las pozas de agua sucia que ya se acomodaban en ciertos recodos. Entré al campus Salvador Allende de la Universidad de Guayaquil y caminé hacia la mesa 434 Hombres ubicada en la Facultad de Psicología. Un amigo me ha dicho, con algo de razón, que era en esa facultad donde yo precisamente debía votar, por lo que era un acierto del Tribunal Electoral del Guayas haberme asignado ahí.

Unos pocos metros antes de llegar a la mesa, me golpeó, como un rayo, la imagen de la visera de mi carro. Estaba, cruzada bajo su lengüeta, mi cédula ¡Me había venido a votar sin la cédula! Sudado, despeinado y con evidente fastidio conmigo mismo, decidí regresar al carro, parqueado a quince minutos de caminata soporífera de ida y quince minutos de caminata resignada de vuelta.

Era el precio que la democracia le estaba pasando a mi mala costumbre de pensar en otras cosas, cuando debería estar pensando en lo necesario.

Regresé, voté, y caminé de salida.

Eran las cuatro y media de la tarde y, mientras cruzaba el umbral de la puerta negra de hierro del alma mater guayaquileña, escuché una voz decir ya vámonos, son las cuatro y media, y esto se acaba. Cuánta razón -sonreí pensándo en la frase del anónimo a mis espaldas-, la jornada se acababa, la suerte estaba echada.

No había terminado de pensar en esto, cuando escuché a una señora increpar a su marido por aquí no es, por aquí no es. Supuse que la mujer le reprochaba el voto a su esposo, pero no: simplemente buscaban su carro.

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Ned Flanders y Mi Mamá

La única vez que Ned Flanders perdió la cabeza producto de un ataque de ira (algo que nunca me ha pasado) le dijo a Homero Simpson que era la peor persona que conocía. 

Mi mamá nos dijo, alguna vez, a mi hermano y a mí, una de las tantas veces que perdió la cabeza por el desorden invencible que nos empecinábamos en mantener, que éramos las peores personas que conocía.

¿Estaremos, Juan Eduardo y yo, en el mismo ranking que Homero Simpson?

¡Qué orgullo!

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Crónicas Habaneras (Primera Parte)

Cuando leí por primera vez a Martí diciendo dos patrias tengo yo, Cuba y la nochepara luego preguntarse ¿o son una las dos? sentí la imperiosa necesidad de algún día conocerla. El paso de los años y las veleidades adolescentes –en ese entonces tenía apenas catorce años– me alejaron no poco de ese misterioso designio pero fue la vida misma la que se encargó de ir, lentamente, poniendo las cosas en su lugar. Tantos años después, con un mundo tan diferente –pero tan vil y ruin como aquél de mis catorce años– y después del cruce de varios correos electrónicos con amigos cercanos, caí en cuenta que tenía ante mí la posibilidad de develar el misterio de por lo menos sufrir las penurias del turista profesional en la Habana histórica, la Habana perpetua, la Haban estoica y en ese designio ineludible intentar conocer a Cuba y confirmar si la magia de las palabras de Martí no habían sido conjuradas en mí por los recursos mundanos de la comodidad y del oropel, de la frescura del aire acondicionado y la uniformidad de los formatos de dvd; y, en la vieja Habana, por casi cincuenta años de revolución socialista ininterrumpido.

Cuba era una aventura. Una especie de regocijo juvenil, una inesperada sensación de apremio se apoderó de mí pocos días antes de salir para la isla mayor del Caribe. Más que una incógnita, me aparecía como un verdadero enigma. Tal era mi estado de ansiedad que llegué a pensar que, por algún imprevisto, terminaría quedándome en Guayaquil para esos días de fiestas julianas, que curiosa y divertidamente, son también días de fiesta en las tierras que pisó el mismísimo Cristóbal Colón hace cinco centurias. Y vaya que casi me quedo…

A pesar de que pensaba que me quedaría, cumplí con el ritual de preparación de todos los viajes: leí mucho sobre los lugares en que estaría, traté de escuchar su música (esto fue muy sencillo en el caso de un país con la riqueza musical de Cuba), leí su prensa y lo intentó con sus escritores actuales y volví a sus autores esenciales, reencontrándome con Martí y su vieja premonición: Iría por mis propios y personales medios a buscar la pregunta retórica de Martí y a entender.

Llegó la hora del viaje. Pocos días antes había esbozado unas líneas que servirían de antecedente, pero mi terror a no viajar producto de alguna alineación astral, me impedía avanzar con esas líneas que quedaron inconclusas por eterna memoria. Empiezan, sin embargo, así: “Faltan 9 días para irnos a Cuba. Nos vamos a sentar en un avión, que muchos suponen una máquina del tiempo. Los prejuicios, las perversidades, las historias contadas a medias, las verdades largamente acalladas. Tengo la esperanza de poder venir a contar mi experiencia en la isla mayor del Caribe. Tengo miedo que mis prejuicios, mis perversidades cuenten también una historia que no se compadezca con la realidad. Quiero contar y escribir todo como me venga de primera mano, quiero escribir agua, nube, mar, arena, calor, tiempo, espacio, revolución, presente, pasado…”

Madrugada del miércoles veintitrés de julio de este año dos mil ocho, que es el de la Rata según el horóscopo chino, el del planeta Tierra según la ONU, el del Diálogo Intercultural según la Unión Europea y el dos mil quinientos setenta y seis ab urbe conditia, que es cuando toda esta parafernalia del mundo occidental comenzó. Como toda ciudad, Guayaquil es más hermosa a las cuatro de la mañana, porque está dormida. Verla bajo la bruma del primer rocío tropical confundido con los destellos del alambrado público que engloba en sus faroles pequeños arco iris que matizan el cielo azul morado que anuncia la aurora es como contemplar una mujer dormida. Solo verla es un espectáculo que embriaga los sentidos de nostalgia e infantil emoción, recorrerla sigilosos, atravesando por sus calles lo traslada a uno a momentos más felices, aún cuando jamás los hubiese vivido.

El camino al moderno aeropuerto de Guayaquil está plagado de calles mal asfaltadas, llenas de huecos como trampas mortales, ladrones profesionales y principiantes, ebrios ocasionales y consuetudinarios. El camino al más moderno y mejor aeropuerto de Latinoamérica, el José Joaquín de Olmedo de esta ciudad de Santiago, es relativamente corto. Quince minutos de conversaciones breves y respuestas casi monosilábicas. El nuevo aeropuerto es, sin duda, una obra magnífica que enorgullece a los hijos de Guayakile y su mérito es enteramente del alcalde Nebot y el entonces presidente Gustavo Noboa, que firmó el decreto ejecutivo para la transferencia de la competencia (algo que hoy suena imposible).Ojalá las calles de la ciudad fuesen de concreto armado como la pista reconstruida al cien por ciento de este monstruo de la arquitectura, erigido y administrado bajo la figura jurídica de concesión por Terminal Aeroportuaria de Guayaquil S.A. TAGSA compañía constituida por socios argentinos (Corporación América) y ecuatorianos (el grupo económico Deller) para un plazo inicial de quince años, que hace poco se extendió en cuatro años once meses más y en el que el cincuenta por ciento de la utilidad bruta va a parar a las arcas municipales y el otro cincuenta por ciento es la ganancia de TAGSA. Hasta el año pasado, el Municipio de Guayaquil había embolsado, sin tener que mover un dedo, ni contratar un obrero para que entierre una sola vez una pala en la arena para hacer la mezcla del concreto, más de doce millones y medio de dólares anuales por el negocio. Así de bueno es el negocio, que el Estado central insiste en que le corresponde una tajada del mismo, a cuenta de que el tráfico aéreo es una competencia nacional, administrada –o debería decir, mal administrada– por la Dirección General de Aviación Civil.

Un moderno avión de Copa Airlines nos llevaría en aproximadamente 2 horas, primero al aeropuerto de Panamá, que es una bahía (no el accidente geográfico sino el mercado de contrabandistas y supercherías falsificadas que existe en los alrededores de la avenida Colón y Malecón de Guayaquil) gigantesca, tosca y fea que a lado tiene una pista de aterrizaje. Desde ahí, luego de una escala de una hora que apenas nos dio tiempo de recorrer los locales del duty free panameño, que supuestamente esconden negocios redondos y baratijas impresionantes, se anunció a las nueve y cuarto de la mañana el embarque del vuelo con destino a la ciudad de La Habana, con salida programada para cincuenta y dos minutos después. Una vez en el avión, todos los presagios negativos parecían haberse disipado. El istmo nos recibía cordial con un sol radiante y esplendoroso que auguraba un viaje tranquilo y sin sobresaltos hacia la capital cubana, donde aterrizaríamos pocos minutos después de la una de la tarde y recordaríamos, quienes ya lo conocíamos, la inclemencia del calor del Caribe y escucharíamos las quejas de los primerizos sobre los fuetazos del sol sobre la nuca y la coronilla, que creían tener en fuego.

El paisaje desde la ventanilla del avión era decidor: grandes extensiones de sembríos, poca urbanización. Un país agricultor, rural, por lo menos era lo que se podía apreciar en la aproximación de la aeronave. Según datos oficiales, el sector agropecuario creció en Cuba en el año dos mil siete casi un veinticinco por ciento, siendo el sector de la economía centralmente planificada cubana que más se desarrolló en ese año. Las variadas y multicolores cuadrículas de sembrío, sobre los cuales se divisaban diminutas figuras que a veces parecían un tractor rojo y otras, cuando eran mucho más pequeñas, suponíamos eran de campesinos.

Momentos antes, el capitán de la nave había pedido a los pasajeros volver a sus asientos, ajustarse los cinturones, cerrar las mesitas y enderezar el espaldar de sus asientos, pues entrábamos en fase de aproximación. El avión se enfiló hacia la pista del aeropuerto internacional José Martí, áspera y larga como una lengua de vecina, y al tocarla el ligero contoneo del aparato evidenció los reiterados recapeos, cuya corrección de fallas y huecos la han dejado irregular, como si de una calle guayaquileña cualquiera se tratase. A derecha e izquierda del sector inicial de la pista todo era vegetación, espesa y tupida, y de un verde encendido. Al pasar la mirada por las ventanas del otro lado del pasillo alcancé a divisar una cabañita de caña y me recordó a los aeropuertos rurales del Ecuador, donde antes de despegar es imperioso retirar a chivos y burros de la pista. Me imaginé que me encontraría, dado el antecedente de la covacha, con un aeropuerto típicamente caribeño, como el de Curaçao, que está viejo, no tiene aire acondicionado y tiene unos ventiladores llenos de polvo decenario. En esta y otras cosas pensaba mientras me sacaba los audífonos de mi inseparable ipod y me preparaba, laptop en mano, a caminar hacia la puerta delantera del avión.

La manga por la que salimos era bastante más vieja que las modernas mangas del aeropuerto de Guayaquil, olían mal y carecía de aire acondicionado. Hubiésemos preferido bajar por la escalerilla, como en Panamá, y que un bus refrigerado nos lleve al interior del aeropuerto internacional José Martí de la antiquísima ciudad de Villa de San Cristóbal de La Habana, gracia fundacional de esta capital caribe, con partida de nacimiento fechada dieciséis de noviembre de mil quinientos diecinueve, a escasos veintisiete de la primera llegada de Cristóbal Colón a las Indias Orientales en las que arribó, por artilugio del destino y para (según cuenta la leyenda) suerte de su pescuezo, el doce de octubre de mil cuatrocientos noventa y dos, a la isla de las Bahamas conocida como Guanahani por los caribes nativos, rebautizada en la usanza imperialista de cualquiera que estuviese a órdenes de la corona española por el enigmático marino como San Salvador, lo que nos demuestra a distancia de cinco siglos y fracción que Cristóbal Colón sentido del humor y la capacidad para reírse de él mismo. Apenas quince lunas posteriores, el almirante Colón recorría el sur de la isla que se llamaría Juana, marcando el inició de la agitada vida conocida de esta isla del mar Caribe, cuyo historia convulsionada y estoica empieza a develar el misterio de por qué Martí me dijo a mis catorce años que Cuba era una viuda triste que se le aparecía con un sangriento clavel en la mano.

Entramos por la manga, apresurados y algo fastidiados por el ambiente enrarecido gracias a su utilización diaria para turistas venidos de todos los rincones y con todos los metabolismos del mundo. Ya desde la pista, y en el recorrido de uno de los doce taxiways (A lfa, B ravo, C harlie D elta, E cho, F oxtrot, H otel, I ndia, J uliet, K ilo y L ima) hasta el sitio de parqueo del dragón moderno que nos había llevado en su panza, divisamos que el edificio de la terminal no eran tan pequeño, ni tan empírico como supuse. La estructura central estaba compuesta de cuatro puntas en forma de proas de concreto equidistantes, de esquinas curvadas y líneas prominentemente rectas. Desde la pista parecen cuatro estructuras, pero en realidad son dos especies de medio cascos de buque carguero, en el centro de las cuales se lee Aeropuerto Internacional José Martí – Habana, administrado por la (para variar) estatal ECASA (Empresa Cubana de Aeropuertos y Servicios Aeronáuticos S.A.) que maneja los veintidós aeropuertos cubanos desde mil novecientos noventa y cinco. Ésta es la tercera terminal José Martí de la Habana, puesto que la primera fue inaugurada en el año de mil novecientos treinta y su segunda versión en el año de mil novecientos ochenta y ocho, una década antes de su inauguración un veintisiete de abril. Los dos viejos aeropuertos siguen funcionando, uno básicamente para vuelos internos y el otro para vuelos con Estados Unidos y el Caribe fundamentalmente.

El resto de la terminal nueva, que tiene dos pisos y fue terminada en mil novecientos noventa y ocho con apoyo del gobierno francés, está en bastantes buenas condiciones, aunque se nota que el paso de la modernidad lo perdió hace bastante. Como todo en Cuba, hay letreros luminosos que no funcionan, o tienen un par de foquitos quemados, pero está limpio y ordenado. Debe ser que la arquitectura de los aeropuertos de cierto tiempo acá ha adquirido formas recurrentes, porque tiene un aire al de Guayaquil –aunque la pista de la Habana sea más larga, con cuatro mil metros de recapeos y reparaciones y la de Guayaquil apenas con dos mil setecientos noventa de pista flamante– El pasillo de la manga a migración tiene a la derecha de los arribantes un ventanal de vidrio, cruzado por grandes rectángulos rojos de acero y a la izquierda, separados por una cuadrícula metálica roja, el interior el espacio reservado para los viajeros que van de salida. Banderas de todos los países del mundo adornan el centro de la amplia sala de la que nos separa la cuadrícula roja.

Caminamos hasta migración, donde nos atiende un nervioso policía de camisa y pantalón verdes, quien parece preferir no parecer cordial para no resultar luego involucrado en algún enredo migratorio. Pasados los controles y estampadas las tarjetas de turismo (una elegante forma de evitarle a los pasajeros futuros inconvenientes por tener el sello de entrada y salida de Cuba en sus pasaportes) salimos hacia el área de las bandas eléctricas que vomitan maletas y equipaje en general. Varios perros policías se pasean entre los recién llegados escudriñando bolsos, carteras, mochilas, maletines y maletas. Uno de nuestros amigos, que tuvo la feliz idea de viajar a Cuba con su pasaporte azul –sí, el estadounidense– fue retenido por unos veinte minutos por policías de migración que, a mi entender, con justa causa, le preguntaban algo fastidiados ¿qué hace’ tú aquí? . A otro amigo, en cambio, le pidieron amable pero tajantemente que no tome fotos ahí dentro.

Mientras esperábamos las maletas (y al ocurrido que trajo el pasaporte gringo) empezó el encanto cubano empezó a hacerse sentir. Una mujer policía de ojos verduzcos y aletargados lucía tan natural como el calor que hacía afuera su uniforme verde, entallado y de minifalda, ornamentado con una medias de redes negras que dejaban al aire rumbos de piel caribe, rematados por unos pulidísimos zapatos de tacón. El uniforme y las medias dibujan las formas precisas de la oficial cubana y a más de uno de los viajeros se les escapó una sonrisa galante que fue bien recibida, pero decididamente rechazada. Eran la una de la tarde y cincuenta y nueve minutos cuando se abrió la última puerta oficial y salimos al lobby inferior del aeropuerto, donde pacientemente me esperaba, cartel con mi nombre en mano, desde la una y treinta, Enrique, hermano de un quiropráctico cubano conocido mío y para quien llevaba yo unos encargos. Conversé con él brevemente, le entregué lo que llevaba y me despedí, no sin antes escuchar una rapidísima explicación de Enrique sobre los lugares que debía conocer, los atajos que no debía tomar y las invitaciones que debía rechazar. Cambié dinero en la CADECA (Casa de Cambio S.A.) del aeropuerto y causé una discusión entre cubanos. Uno me recomendó que cambié a pesos cubanos una pequeña fracción de los euros que llevaba, pero la señora cajera dijo que eso era inútil y, en principio, se negó a cambiarlos. Esto nos molestó un poco, pues estamos acostumbrados a que nadie nos diga qué hacer con nuestro dinero, así sea una ínfima cantidad invertida en la pésima decisión de cambiarlo por una moneda que nos resultaba casi completamente inservible. Después de discutir un poco con la señora y, mediando la intervención del que nos recomendó cambiar los pesos cubanos, ella estuvo de acuerdo –de mala gana– en cambiarnos unos euros a pesos cubanos y el resto a pesos convertibles.

A pesar de haber leído una y mil veces sobre este peculiar sistema monetario, era difícil entender esta coexistencia de monedas cuyo cambio es entre sí de veinticuatro o veinticinco pesos cubanos por cada peso convertible (CUC), mientras que por cada uno de estos últimos pagaríamos entre un dólar y un dólar veinticinco (según la variación cambiaria) y, este más estable, entre 60 y 70 centavos de euro. De todas formas, cambiado el dinero, salimos a la parte frontal del aeropuerto, adornada con pequeñas áreas verde, palmeras y uno que otro árbol de sombra más generosa, bajo los cuales nos refugiamos enseguida. Esperaba ver, conforme me lo habían anticipado, una recua de carros viejos y casi inservibles como taxis, pero me encontré con modernos Peugeots y carros chinos y japoneses. Por ahí aparecían, por supuesto, los eternos Ladas soviéticos y uno que otro Chevrolet de los cincuenta, pero la verdad sea dicha, la mayoría de taxis eran nuevos, y estaban correctamente identificados con las marcas de las compañías de taxis Cubataxi, Panataxi yTaxiOK, todas, por supuesto, de propiedad estatal.

Fue ahí en que me di cuenta que los vuelos de pájaros y los augurios nefastos habían sido vencidos a punta de voluntad y compromiso con un poema que leí y no entendí a los catorce años: estaba pisando tierra cubana y, apenas llegando, ya me sentía abrumado por las contradicciones, por las conductas humanas y cambiarias, por las realidades que, en apariencia, íbamos evidenciando, las reflexiones de primera mano, los juicios de valor errados y, para remate, el infernal calor del Caribe que empezó a hacer mella cuando nuestra encargada del viaje no daba con el bus que debía llevarnos al hotel.

Las confusiones eran, ya estando en La Habana, aún más profundas y, en apariencia, infranqueables.

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Las Idus de Marzo (oración fúnebre II)

Marzo Quince. Como le dijo el viejo augurio a César ten cuidado con las idus de marzo

La noticia cae pesada. terrible. abrumadora. ensordecedora. 

Una pluma artera cruza ecuatorial por abina14 y decae. 

No parece nada tan importante, nada tan relevante. Es solo una voz que se acalla, un perilla que se gira a la izquierda hasta que un click casi imperceptible corta el fluir de las voces, como si de un grifo se tratase; es aplastar el 1, en vez del 3, donde se había tatuado digitalmente el 88.9. 

Y sin embargo, estas minucias, estas tonterías, estas pequeñas cosas, aquéllas pequeñas cosas son (eran) todo lo que realmente tenemos (¿teníamos?) - las tiempos verbales son premoniciones y recuerdos con nombres ampulosos como pretérito pluscuamperfecto

¿Se cierra la puerta o la puerta se sierra? 

¿Huir, correr, salir, patear la puerta y romper los cristales o pegar con baba un consuelo, una resignación? 

A veces, muchas veces, cuando se cambia algo no se lo transforma, se lo corrompe. 

Tal vez sea hora de dar el salto. El gran salto a un vacío que al principio parecerá infinito y caótico, pues los sentidos acostumbrados a la referencia de la luz y los sonidos se extraviarán en caminos de locura. 

¿Mas, será, como cita Saramago, que  el caos es un orden por descifrar?

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Una genialidad

Nananina comparece por enésima vez a la Tremenda Corte para acusar -también por enésima vez- a Tres Patines por la enésima estafa de la que ha sido víctima producto del enésimo artilugio de prestidigitador empírico de Tres Patines. Se trata, esta vez, del robo de una taquilla de una función de cine benéfica. 

Dentro de las averiguaciones del Tremenedo Juez de la Tremenda Corte en el sumario proceso de juzgamiento, Nananina cuestiona al juzgador: "¿Quiere usted un hombre -refiriéndose a Tres Patines- más careto? 

A lo que el Juez contesta lo que siempre le responde: "No, Nananina, yo lo quiero menos careto, pero es incorregible. Tres Patines no tiene componte, viene todos los días a esta Corte".

Aludido y ofendido, Tres Patines le increpa de vuelta: "¡¿Pero, chico, qué me dices tú, si también vienes todos los días a la Corte?!" 

El juez alza la voz poderosamente y con toda la pompa y majestuosidad de su oficio le dice: "Sí, pero yo vengo en nombre de la ley a acabar con la delincuencia". 

Tres patines, en una genalidad, lo fulmina con la siguiente eternamente retórica pregunta: "¿Y de qué van a trabajar los jueces, chico, cuando se acabe la delincuencia?"

-"Secretario, póngale 20 pesos de multa a tres patines por razonar de esa manera". 

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Agonía

Te desdoblas antes de explotar

y llenar mi cuerpo con tus esquirlas dolorosas.

No hay dolor más llevadero que el del amor,

amor.

La vida es un campo minado de ojos muertos

y miradas hechas sombras. Nada queda ya en

la cama amplia y destendida que no sea un desolado

sentimiento de satisfacción.

Tengo miedo de dormirme y no encontrarte más.

Mi corazón está taladrado por la punta de tu lengua,

carcomido por tu saliva oxidante: 

Estoy roído hasta la médula por tu cuerpo.

Tu amor me toma como un cáncer,

estoy condenado a morir al mundo para vivir en ti. 

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II (Proclama)

Publíquese y pregónese en los parajes más frecuentes de la comarca, para que por todos sea conocida y observada la siguiente proclama:

Por el presente acto quedo ungido dictador y en este mismo acto soberano decreto,

Instauro rompido y queda derogado roto.

Revóquese vuelto y vuelva a decirse volvido.

La ese y la zeta se fusionarán en un solo cuerpo,

por compartir la esencia de un mismo espíritu.

La hache será reemplazada per secula seculorum

por la efe cuando esté al inicio de una palabra.

Cuando sea una letra intermedia, se llamará che.

Ordeno, además,

Romper las tablas de la ley,

responder al impulso del vientre,

acallar las voces que ¿dentro de mi cabeza?

me reprimen, me coartan.

Santificar a los que roban por fambre,

y ejecutar sin fórmula de juicio

a las más fipócritas y beatas señoras.

Salir de la casa paterna y comprar un fusil,

para poder arrimarlo contra mi fombro

y silbar una canción de paz.

Asentar las culatas y tapar los cañones,

levantar las faldas de las culonas,

destapar corazones, cerrar ojos,

develar bustos vivos en el centro de la plaza.

Acallar protestas, liberar miedos inveterados,

derogar por decreto la moral de Adriana,

porque la hace infeliz.

Vivir un poco más como los animales,

que es pecar menos como los fombres.

Arrancar frutos de cuajo,

y llevárselos a la boca sólo si la rama cruje,

porque solo así la sabremos virgen.

No deber ni conocer dinero alguno,

regalar mis pocas pertenencias

para que otros me entreguen las suyas.

Voy a derogar los días feriados

e imponer que todos los días sean una fiesta

un santoral pagano de vino y canto.

Aboliré el luto y los velorios,

solo porque no me gustan.

La mayoría de edad se alcanzará

a los dieciséis y así no fabrá estupro,

ni padres vengativos persiguiendo a

novios primaverales, y el vientre acallará

el gruñido del amor insatisfecho.

Del fambre me ocuparé luego.

Y el mundo se poblará,

y las corbatas quedarán para anudarse contra en la nuca,

pues de ellas colgarán coloridos todos mis enemigos.

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Matar es...

Más rico que comerme un pollo asado

                                        - Félix Enrique Zambrano

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I

Escribió ¿Mi existencia dónde va?
Luego pensó. Reflexionó. Fue.
Corrigió: ¿Mi existencia, dónde va?
Así, tal cual, lo envió.
Ella respondió Espéreme un ratito.
El se sentó a esperar y fue feliz
Mientras lo hacía; tanto, que
Calentó café y prendió un cigarrillo.
Ella, en su cuarto, no se apresuró,
Y, sin dejar los libros, sonrió y también fue feliz
.

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Hay un hombre en el cucurucho de mi abuela

Después de muchos años es a la conclusión a la que hemos llegado. 

Mi abuela materna vive a 195 km de mi casa. Habla mucho y confunde los nombres de sus hijas, no por alguna amnesia o dislexia congénita sino por su propia culpa: tuvo cinco y a todas les puso María "algo". A mí me encanta escucharla hablar con su modismo piñarejo y me admiro todos los días de la vitalidad que aún derrocha. 

En Machala -¿pueblo grande, ciudad pequeña?, en todo caso infierno de proporciones moderadas- su obra social ha sido continua y desinteresada durante los últimos 30 años. Ni siquiera cuando empezó a quedarse pobre dejó de ayudar a aquellos verdaderamente pobres. 

Con sus energías intactas (cada vez que la escucho decir que está vieja o que le duele algo pienso que es la repetición de un conjuro contra el tiempo) viaja todo el año de un lado para otro. En una misma semana puede encontrársela tomando café en tres lugares diferentes en un lapso de 24 horas y se da tiempo para visitar a sus nietos que viven en Guayaquil, a sus hermanos en Piñas y, por supuesto, no hay funeral al que no asiste, aún cuando deba hacerlo mediante sus procuradoras especiales (entiéndase mi mamá y mis tías). 

Así, pasa gran parte de su tiempo fuera de su casa, que queda bajo el cuidado esmerado de su eterna ayudante, Digna -Dina según confesión de parte-... Pero llega un momento en que ella decide que debe volver a su casa grande y antigua. 

A veces tiene motivos muy concretos pero cuando no tiene mayor argumento que esgrimir dice que "tiene que arreglar el cucurucho" y sin mayores preámbulos, se regresa a su casa. 

En una de tantas reuniones familiares a alguien se le ocurrió que la única explicación que hay para que mi abuela decida volver con tanta premura a su casa a arreglar el cucurucho es que dentro de él hay un novio secreto que esconde a la familia para evitarnos el mal rato y que se consiguió para aplacar la soledad que nos dejó a todos la prematura muerte de mi abuelo. 

Este blog es, en parte, eso: el regresar a una esquina conocida con propósitos secretos, para encontrarse con el hombre del cucurucho que no soy otro que yo, sentado frente a mi "máquina de escribir" algo melancólico e irreverente. 

Es un tardío descubrir que aquí se pueden escribir cosas y que una vez que se empieza a escribir no se puede olvidar ni relegar el compromiso con la palabra escrita, que es todo lo que tenemos, por lo menos, todo lo que tengo. 

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pronto. 

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