Crónicas Habaneras (Segunda Parte)

Gabriel García Márquez escribió, por los años cincuenta, cuando todavía era un flaco de apariencia sarracena y firmaba su columna La Jirafa bajo el seudónimo de Septimius, que “las ciudades se pueden conocer por sus mujeres*.

La Habana firma esa sentencia sin la menor oposición. La capital cubana es como sus mujeres: desenfadada, hermosa, cálida, cadenciosa y tropical. Cualquier hombre estaría dispuesto a perder la razón por ella. La magia del Caribe, de la que tanto se ha escrito y se ha hablado, es cierta. La noche habanera recoge en su firmamento estrellas fulgurantes, esquinas prohibidas, placeres y vicios criminalizados por un sistema de contradicciones desconcertantes.

Podría describir a las mujeres de La Habana y sentiría que la describo a ella misma. Sus piernas largas y desnudas se esconden apenas en la minifalda sempiterna, como el malecón alargado se pierde en los túneles que llevan a la bahía. Los muslos definidos y generosos, asentados en caderas espléndidas, se parecen a las casas de Miramar, hoy todas convertidas en embajadas, y la Habana Vieja mira al Caribe de la misma manera en que las cubanas miran al futuro. Completas, ellas, como la Habana está completa. No le falta ni le sobra una piedra, ni un paseo, ni una plaza. En el Tropicana, el cabaré insignia del Caribe –comparable, tal vez, sólo con el Moulin Rouge de París– estas verdades encuentran su punto máximo, su expresión más genuina. Las lentejuelas y el oropel se reproducen en una sociedad carente de bambalinas, los tambores en concierto denuncian la raigambre africana de esta cultura hija de tantos puntos cardinales. Los vestidos de luces, diminutos en las mujeres y llenos de guaraguas en el caso de los hombres esconden a veces pequeños desgarros, coseduras, remiendos y una que otra lágrima de la lámpara que carga sobre la cabeza esa mulata espléndida se ha secado ya. Pequeñas evidencias de que en Cuba, la crisis afecta a todos. O a casi todos.

La Habana nos abrió los brazos, como algunos quisieran que les abran el corazón las cubanas. El sol esplendoroso del Caribe en esta época del año acostumbra a quedarse más tiempo reinando en el cielo, hasta las ocho y media, nueve de la noche. El cubano, por lo general, es amable y educado. Carmigniani siempre me ha dicho que los cubanos son unos antipáticos y, no lo duden, nos encontramos con varios. Sin embargo, son un pueblo alegre. Debe ser el Caribe lo que los pone de tan buen genio, porque siempre están sonriendo, haciendo bulla, aunque se estén muriendo de calor y sed afuera del Museo de la Revolución.

Los caminos destinados para los turistas, claro que sí, están maquillados como se los maquilla con regeneración urbana en Guayaquil, sólo que en el caso cubano –esto es harto curioso– se condena esta venda, mientras que en el caso de la Perla del Pacífico se celebra que se quiera barrer a los indeseables por debajo de la alfombra adoquinada que se asienta sobre buena parte de este puerto estoico. Había que buscar la manera de adentrarnos, por lo menos un poquito, entr e la vida cotidiana de la alguna vez llamada “Perla de las Antillas”.

La Habana es una ciudad cargada de historia y de historias. Todo se trata de encontrar los caminos para descubrir por lo menos una pequeña parte de lo que le está vedado conocer al turista. Toca, entonces, dejar la comodidad del ómnibus del hotel y subirse a uno de los buses articulados traídos hace poco del Japón, el P1 que le dicen los cubanos. Ahí se puede escuchar la radio estatal, las conversaciones ocasionales entre una mulata formidable y un guajiro convertido en punkero. Con esa vocación algo irresponsable nos regresamos a pie desde el Morro-Cabaña después de ver la recreación histórico-turística llamada Cañonazo de las Nueve, que se hace en la antigua fortaleza del Morro desde donde por los años mil seiscientos los españoles les disparaban a los piratas. Un poco como la historia de Guayaquil, claro que la belleza arquitectónica de La Habana es infinitamente superior a la del puerto ecuatoriano, especialmente desde que construyeron el Malecón 2000 y todo la miamizada. Fue una caminata larga y en descenso, pasadas las nueve y media de la noche. Estaba muy oscuro y poca gente caminaba con nosotros. Por el miedo espinal que hemos desarrollado aquí en Guayaquil (en el Ecuador digamos) supuse que seríamos presa fácil de la delincuencia (que sí la hay en Cuba, más allá de lo que reporten las estadísticas oficiales). Sin embargo, el descenso fue tranquilo y pudimos conversar sin que nada nos incomodara. Más adelante, una familia de mulatos bajaba también a pata de la Loma del Morro y se volteó desconfiada a ver quién venía detrás: todo tranquilo, ¡turistas!

Desde que Raúl recibió el poder a través de las elecciones “oficiales”, se suponía habrían cambios trascendentales. La magnitud de los cambios no ha sido la esperada, pero sí se han eliminado ciertas viejas costumbres –malas costumbres– en Cuba. Por ejemplo, ya no existe la prohibición de entrar a ciertos lugares para los cubanos, que estaban reservados para los turistas extranjeros. Esa reforma ha aliviado ciertas tensiones, pero en la práctica no significado una mejora en el nivel de vida de los cubanos. Muchos preferirían seguir teniendo prohibida la entrada a hoteles y restaurantes y haber solucionado los temas de vivienda, alimentación y libertades civiles. Por supuesto, la tiranía se mantiene de otra manera, que es la misma de los países capitalistas: sólo puedes entrar al Floridita si tienes cómo pagar la cuenta y ningún cubano estaría dispuesto a pagar 28 dólares (disfrazados de pesos convertibles) por un plato de langosta a la termidor, especialmente si en el mercado negro es posible conseguirla a menos de ocho pesos convertibles.

Ese tema del mercado negro es revelador de la economía cubana. Como en otros países latinoamericanos, existe un mercado negro que se mueve paralelo y es más lucrativo que el legal. En Cuba, la existencia de dos monedas –el peso cubano, con el que no se puede comprar nada en el mundo real; y, el peso convertible, mágicamente equiparado al dólar y en el que se venden todos los productos que valen la pena– ha contribuido a que se acentúe esta verdad inexpugnable.

La cuestión, que más o menos logro entender, es la siguiente: se pagan los salarios en pesos cubanos y con ellos se puede comprar en el mercado racionado, es decir, en el de la cartilla. A pesar de que los cubanos han desarrollado una paciencia proverbial para esperar en filas (fue imposible tomarnos un helado en la famosa heladería Copelia, la cola le daba tres vueltas al parque), nadie podría siquiera conformarse con la ración mensual que se expende en el mercado racionado. Peor desde que pasaron los infames Ike y Gustavo por la isla. Entonces, hay que recurrir al mercado negro, donde se negocio en pesos convertibles y donde un peso cubano (te dan veinticuatro ó veinticinco de esos por cada uno de los convertibles) no tiene ningún valor. Un taxista nos dijo que cuando alguien consigue un trabajo, ya no se pregunta cuánto vas a ganar, sino, qué te puedes sacar. Es que de las fábricas de ron se sacan clandestinamente botellas de Habana Club Añejo (el excelente y mejorado reemplazo de Bacardi, que salió de la isla a raíz de la revolución. Hoy, apenas queda en la Habana un edificio con ese nombre: en él funcionan las oficinas de las Juventudes Comunistas Cubanas), de las fábricas de Cohiba y Popular se sacan cajas y pacas enteras de cigarrillos y exquisitos habanos.

La ley, por supuesto, intenta perseguir a los avezados comerciantes, pero la realidad es tan abrumadora que es difícil contenerla, más allá de que la pena jamás sirvió como medio disuasivo. Entonces, el mercado negro respira vivo y hasta nutre a los establecimientos oficiales. Según cuenta Yoani Sánchez, la socialdemócrata, delgada y disidente rebelde que escribe desde Cuba en su blog Generación Y, después del paso de los huracanes los restaurantes y tiendas oficiales estaban desabastecidos de los productos que, ante la inoperancia estatal, llegaban más rápido a través del mercado paralelo. Así, a un grupo de amigos se les acercó un hombre de jean y camiseta y, con la sigilo de quien ofrece drogas, les dijo que los podía llevar a comer a un paladar “privado”.

Un paladar, como en el que comimos la tarde en que no pudimos subir a Copelia (solo que éste era legal), no es otra cosa que el comedor de una casa convertido en restaurante. El Estado obliga a los paladares, a los oficiales, a compartir sus ganancias en partes iguales con él, a tener cuatro mesas por lo menos y servir más de tres platos distintos. Nos comimos un lomo uruguayo, que de uruguayo no tenía nada y era de cerdo. Una especie de milanesa de cerdo sazonada a lo cubano. No sé si era el hambre que cargaba por un día entero de desventuras de turista mal acompañado, pero me supo a salvación. Para acompañar el lomo uruguayo, pedimos primero una cerveza Bucanero que estaba bien, pero por la cual no cambiaría a mi fiel compañera verde. Como en alguna parte había leído que el Che Guevara había dicho del reemplazo de la coca cola (llamado sin tanto ampulosidad, simplemente refresco de cola) que sabía primero “a mierda” y después “a cucaracha”, no pude evitar pedirme el bendito refresco que no sabía tanto ni a mierda ni a cucaracha, pero era mucho más dulce y menos gaseosa que la “marca registrada del imperialismo”. Como el resultado fue un tanto descorazonador decidimos probar la cola de limón y fue ahí en que encontramos la bebida que nos acompañaría todo el viaje, porque simplemente era un refresco de limón que no tenía más ínfulas que las de ser una limonada ligera y gasificada, que servida bien helada constituía el mejor antídoto para el calor inclemente del medio día. Anécdota aparte, la noche bendita (que atesoro en mi memoria) en que nos fuimos al Tropicana nos sirvieron una botella de Havanna Club Especial con el desengañado refresco de cola y debo admitir que mezclado con aquél me gustó más el Cuba Libre (hay una broma muy habanera, que le ha cambiado el nombre al trago por el de “Mentirita”) que con la Coca Cola de los gringos.

Es imposible caminar desde la Bahía a la Habana. Los túneles que los comunican son de casi ochocientos metros de largo y están diseñados exclusivamente para circulación automotriz. Así que a la bajada del Morro tuvimos que cruzar la amplísima avenida que va hacia Habana del Este y pararnos, como varios cubanos, casi a las diez y media de la noche, en una parada de bus a esperar que pase el P5 que era, conforme nos dijo amable una señora, el bus que nos dejaría en la Habana Vieja, que de todas maneras está lejos de nuestro hotel, ubicado en la zona hotelera (por la avenida setenta). En el bus, claro está, éramos un par de bichos raros y, llegó un momento en que nos empezamos a sentir intimidados. Mi eterna compañera de viajes y aventuras era, por supuesto, la culpable: Yo habría pasado por cualquier otro cubano –excepto por las zapatillas de surfista de tierra firme– pero ella parecía extraída de la península nórdica, así que un par de raperitos empezaron a hablarnos en una jerga imposible de entender y nosotros, que para algo somos guayacos, no nos inmutamos, lo que seguramente no les hizo tanta gracia. En un rato me di cuenta que señalaban mis zapatillas, hasta que una señora hablando un español de entreveros les dijo, en lo poco que le entendí, que no jodieran má’ y se atravesó entre ellos y nosotros y nos dio una explicación con entonación de queja tanto o más enrevesada que apenas atiné a agradecer con una sonrisa.

Al bajarnos fue que conoceríamos la otra cara de la realidad cubana. La que no enseña por las mañanas las carrozas de caballos cansados dando paseos por las plazas de la Habana Vieja, el Museo de la Revolución, el hermoso malecón, el Hotel Nacional, el Capitolio, la Plaza de la Revolución y el Parque John Lennon. Tengo todavía la idea de que nos bajamos, por decisión mía, una parada antes de lo que nos recmonedaron. Así que terminamos casi en la boca de salida del túnel, cerca de lo que descubriríamos durante el día es un mercado de chucherías variadas, al pie del mar, a unas cuadras del Museo de la Revolución, más cerca del boulevar habanero que de la Habana Vieja. Empezamos a caminar Habana Vieja adentro y el paisaje se tornó lúgubre y poco amistoso. Todo estaba desolado, olía a orines y las paredes estaban pintarrajeadas en algunas partes. Fruto de mi invencible necedad, seguimos caminando y adentrándonos en callecitas angostas donde se veían casas con persianas de cartón, gritos de mujer y habladurías de borrachos. La gente reunida en algunas esquinas eran antillanos puros y todos, absolutamente todos, nos veían con desconfianza. Entendí que me había entrometido donde no debía y que mi presencia causaba desconfianza. A pesar de eso, seguí haciendo izquierdas y derechas, pero ya sabía que, estando aún casi el centro turístico de la ciudad, me había colado por los lugares periféricos que a estas horas, más de las once de la noche, nadie visitaba para “conocer”, a menos que tuviese algún propósito oculto. Ni modo: hubo que dar marcha atrás y salir por donde vinimos.

Habíamos tenido suficiente de enredos y extravíos, así que cogimos un taxi, nomás, siguiendo las indicaciones de Enrique “sólo de los oficiales” y nos subimos en un Lada amarillo con negro, cuyo conductor no tan gordito como amable, hacía un esfuerzo por entrar en la cabina sin terminar de joderse la columna. Como siempre, como en todas partes, los taxistas son la fuente más cercana de información (aunque dicen que en Cuba quedan todavía uno que otro taxista espía, de esos que eran agentes del G2, aunque muchos ahora le digan apenas la seguridá). Nos explicó que ya era hora de un cambio en Cuba, que Fidel tenía ideas preconcebidas que no iba a cambiar con el tiempo y que, respetando lo que él había hecho, había que dar paso a gente más joven y dinámica al gobierno.

Es que hay tres grupos de personas que en La Habana son insistentemente cuestionados: el Gobierno (y específicamente, Fidel), los policías y, lo que no nos cuentan los medios occidentalizados: ¡los curas!

Cuando recorríamos La Habana Vieja con nuestro guía Juan Bautista (un negro alto y delgado, cuyo único viaje al extranjero había sido para combatir en la Guerra de Angola, en la que Cuba participó durante quince años) noté que las iglesias estaban abiertas y que, inclusive, hay un monasterio de las Hermanas de la Caridad en plena Plaza de San Francisco. En él hay una estatua de la madre Teresa de Calculta, que vivió allí por unos meses en mil novecientos ochenta y ocho. Esto no cuadraba con la información recibida y que hablaba de la persecución de sacerdotes y religiosos en Cuba durante años y que supuestamente disminuyó notablemente con la visita del papa Juan Pablo II a la isla en mil novecientos noventa y ocho. Cuando pregunté sobre la hermosa catedral habanera y cuándo había sido reabierta, me dijo Juan que siempre había estado abierta y que era una cantaleta de los curas –a los que no dejaban participar en la vida política del país– lo de la persecución. Algo parecido me había dicho Carmigniani, al contarme que él había hecho la primera comunión (de lo que no le queda ni rastro) sin ningún problema y con varios amigos cubanos; y que, por supuesto, el tema de los curas en Cuba era un tema de proyección internacional hábilmente manejado por la prensa. Hoy, que el papa Benedicto XVI, ha agradecido a monseñor Arregui en el sínodo de los obispos de Roma –seguramente después del trágico reporte que Arregui le ha presentado– entiendo mejor la situación (sin negar los otros abusos políticos del régimen castrista, por supuesto).

Por cierto, sobre Juan Bautista, el guía de nombre bíblico (y tal vez inventado), me dejó dos perlas extraordinarias. Cuando me quiso cobrar un precio exorbitante por la asistencia turística, le dije que éramos ecuatorianos, tan pobres como los cubanos. Me contestó “tú y yo, cubano y ecuatoriano, seremos igual de pobres. Pero tú tienes la oportunidad de salir de tu país para visitar y conocer Cuba; yo la única vez que salí del país fue para irme a Angola con el ejército y tuve suerte, porque estoy vivo”. Y la otra, de una precisión milimétrica: Curiosamente, en La Habana hay un Cristo de piedra que extiende sus brazos. Yo le dije que mis amigos me habían mandado a La Habana a visitar al único Cristo comunista del mundo y logré que Juan se carcajeara con el chiste del bautizado por su tocayo y, mirando hacia el mar, con un breve suspiro me dijo señalando a la ciudad vieja: “Esta es nuestra realidad, nuestra historia, difícil, dura, pero nuestra. Y aquí estamos, aquí nos quedamos y aquí saldremos adelante”.
                                                                                                                                                 (continuará...)

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Las Cosas Que Deje

Me van a decir de todo, pero yo creo que este hombre aparte de ser un genio (o por eso mismo), canta una verdad innegable. 

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