Día de Elecciones.

Más allá de la estupidez de la ley seca (otro delito que debe derogarse), los domingos electorales son una fiesta. No voy a hacer una digresión ni aceptaré comentario alguno sobre lo que le cuesta al Estado cada domingo electoral, este es un simple comentario de las vivencias, de la experiencia de ir a cumplir con la obligación de votar.

Como siempre, la conducta de los seres humanos se apega a la ley mientras así lo queramos. Prueba de ello son las jabas de cerveza que la gente compró hasta las once y cincuenta y nueve minutos de la mañana del jueves veintidós de septiembre de dos mil ocho y el veinti y pico por ciento de abstención registrado ayer, a
pesar de la multa y todas las amenazas que hay por no ir a votar.

Yo, que soy un insensato empedernido, me fui a votar.

Eran cuarto para las tres de la tarde, aproximadamente. No había ido a votar antes porque no había querido, la verdad. Había visto un par de programas con nombres rimbombantes y tremendistas como "Decisión 2008" (creo que era el de Ecuavisa) pero de ahí me dediqué a actividades más edificantes, como el fútbol argentino (qué partido River - Racing!) y tratar de leer Breve Historia del Tiempo de Stephen Hawkins (ningún libro me ha costado tanto entender y eso que recién voy por el capítulo tres).

Salí de mi casa, vestido de un inconveniente azul (aunque no tan inconveniente como salir de verde limón). Decidí hacer un perímetro a la zona de densidad poblacional y vehicular más intensa, o sea, desde el Policentro hasta la intersección de la Avenida Plaza Dañín con la Avenida de las Américas. Sabía que debía elegir un punto dentro de la Kennedy para parquearme. Subí el paso a desnivel de la Plaza Dañín, que estaba repleto hasta la mitad de buses y carros pugnando por avanzar.

Mierda, pensé, Me metí en el tráfico. Sin embargo, bajé de la mole de concreto sin mayores complicaciones, puse la direccional y, cosa rara, un chofer de bus me dejó adelantarlo y entrar a la ciudadela Kennedy, del lado Este. Avance completamente libre un par de cuadras y casi me parqueo dos cuadras antes de la avenida San Jorge, pero visto el poco tráfico encontrado, pensé que hallaría una locación mejor. Falso. La avenida San Jorge, en dirección hacia la Universidad Estatal, estaba repleta. Lamenté mi error y, para no perder más tiempo, decidí dejar el carro en el Policentro y caminar hacia la Universidad Estatal. Me serviría, total, para escuchar un poco la reacción de la gente, pescar comentarios al andar. El sol dominical se había tornado clemente y, a pesar de estar todavía de observador interestelar del proceso electoral, no nos asfixiaba como seguramente hizo con los que decidieron ir a votar a la una de la tarde, hora en que el cóndor se agigante con su vuelo y enlaza los volcanes con el cielo, el sol en el cenit es su rival.

Lejos de los Andes cívicos, en este puerto latinoamericano, de aguas turbias y grises, apenas a cuatro metros sobre el nivel del mar, la gente camina, hablando a gritos, en una y otra dirección. El desorden se apropia de las calles, se escuchan a lo lejos las campanillas de las carretillas de los heladeros y se camina en un ambiente de confianza democrática.

Hay de todo. El señor que vino en chancletas y bibidí, la señora que vino de sombrero de paja toquilla adornado con un macetero entero de rosas artificiales, la que pensó que esto era una fiesta y llegó de minifalda de blue jean. Había gente que caminaba en dirección contraria a la mía y comentaba los posibles resultados ¿Ganará el sí?, Yo voto no por Nebot, hasta una señora que, hablando con nadie y con todos al mismo tiempo, repetía Yo voté SÍ porque yo sí me acuerdo del bronco rojo asesino. Yo pensaba, yo trataba de acordarme del bronco rojo asesino, pero no lo lograba.

Seguí caminando hasta llegar a la esquina de la Avenida San Jorge, en la que empata con la Avenida Kennedy -que más adelante, por un lado, se convierte en la Víctor Emilio Estrada, de Urdesa; y, por el otro lado, se adentra en el clásico Barrio Orellana-, cruce bajo el paso a desnivel, después del cual la San Jorge cambia de nombre a Delta.


La gente se iba compactando, los espacios se iban reduciendo, el paso se apretaba. El aire traía un olor a frituras nostálgicas, el murmullo de todas las conversaciones se volvía un torbellino que se disparaba al infinito, ricos y pobres en la misma tarea, unos junto a los otros. Me acordé de la entrevista en la que Alfredo Adum dijo una verdad, pero que nadie tomó en serio porque la decía él: "Desnudos somos todos iguales. El rico y el pobre, nadie es diferente cuando está desnudo". Se me ocurrió que el día de las elecciones debía ser el otro momento de la vida en que éramos también iguales.

Seguí caminando, adentrándome ya en el corazón de la muchedumbre. El corazón me dio un vuelco infantil cuando vi los churros prohibidos, las empanadas, los granizados multicolores (otros les dicen raspados) coronados como nevados alpinos por una irregular mitra de leche condensada.

No pude resistirme a tomar un par de fotos, como esos turistas gringos, pero lo mío no rayaba en el maravillar idiotizado de los gringuitos, sino en un estado de felicidad y nostalgia infantil. Cuántas veces no habíamos caminado en la playa, embarrados de arena, rogándole a nuestros papás que nos dejen comer granizado, pastel de carne, maní salado.

Yo sé que suena a que es la primera vez que voto en años, pero la verdad siento lo mismo cada vez que voy a dizque ejercer este derecho, que es una obligación a veces ignominiosa. Antes me preocupaba pensando que me llamaban la atención tonterías como éstas, hasta que alguien mucho más inteligente que yo me hizo notar que sólo podíamos ser felices si anotábamos las cosas de la misma manera en que las anotaría un niño. Por eso no hablaré de referéndum, ni de porcentajes, porque Saint Exupery ya nos djo que esas son cosas que sólo impresionan a los mayores.

Encontré un tendido de zapatos, otro en el que vendía estatuillas de Buda y de Jesucristo, y vi que las estatuas no se odiaban entre ellas, sino que vivían pacíficamente una junto a la otra, aunque algunos repitan como loros que Buda está muerto, no tiene el poder de salvar! y por eso lo condenen y condenen a sus seguidores al infierno.

Caminé un poco más, casi esquivando a la gente que no reparaba en los demás, sino en la fritada, en la papa rellena, en los jotdocs, en el sánduche de chancho y el agua de coco. Lleva tu agua de coco heladita para la calor, varón, sánduche de chancho con cola para pasar el hambre, ¿a ver, cuantos quieres pelado?...

Entre el olor del aceite mil veces usado y el chancho para el sánduche se me entremezcló, en algún momento, el nauseabundo olor de los desechos, el orín, las inmundicias de ocho horas de tantas gentes vivas sobre la misma calle. Hice un esfuerzo para sobreponerme al asco, a no pisar las pozas de agua sucia que ya se acomodaban en ciertos recodos. Entré al campus Salvador Allende de la Universidad de Guayaquil y caminé hacia la mesa 434 Hombres ubicada en la Facultad de Psicología. Un amigo me ha dicho, con algo de razón, que era en esa facultad donde yo precisamente debía votar, por lo que era un acierto del Tribunal Electoral del Guayas haberme asignado ahí.

Unos pocos metros antes de llegar a la mesa, me golpeó, como un rayo, la imagen de la visera de mi carro. Estaba, cruzada bajo su lengüeta, mi cédula ¡Me había venido a votar sin la cédula! Sudado, despeinado y con evidente fastidio conmigo mismo, decidí regresar al carro, parqueado a quince minutos de caminata soporífera de ida y quince minutos de caminata resignada de vuelta.

Era el precio que la democracia le estaba pasando a mi mala costumbre de pensar en otras cosas, cuando debería estar pensando en lo necesario.

Regresé, voté, y caminé de salida.

Eran las cuatro y media de la tarde y, mientras cruzaba el umbral de la puerta negra de hierro del alma mater guayaquileña, escuché una voz decir ya vámonos, son las cuatro y media, y esto se acaba. Cuánta razón -sonreí pensándo en la frase del anónimo a mis espaldas-, la jornada se acababa, la suerte estaba echada.

No había terminado de pensar en esto, cuando escuché a una señora increpar a su marido por aquí no es, por aquí no es. Supuse que la mujer le reprochaba el voto a su esposo, pero no: simplemente buscaban su carro.

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