Crónicas Habaneras (Primera Parte)

Cuando leí por primera vez a Martí diciendo dos patrias tengo yo, Cuba y la nochepara luego preguntarse ¿o son una las dos? sentí la imperiosa necesidad de algún día conocerla. El paso de los años y las veleidades adolescentes –en ese entonces tenía apenas catorce años– me alejaron no poco de ese misterioso designio pero fue la vida misma la que se encargó de ir, lentamente, poniendo las cosas en su lugar. Tantos años después, con un mundo tan diferente –pero tan vil y ruin como aquél de mis catorce años– y después del cruce de varios correos electrónicos con amigos cercanos, caí en cuenta que tenía ante mí la posibilidad de develar el misterio de por lo menos sufrir las penurias del turista profesional en la Habana histórica, la Habana perpetua, la Haban estoica y en ese designio ineludible intentar conocer a Cuba y confirmar si la magia de las palabras de Martí no habían sido conjuradas en mí por los recursos mundanos de la comodidad y del oropel, de la frescura del aire acondicionado y la uniformidad de los formatos de dvd; y, en la vieja Habana, por casi cincuenta años de revolución socialista ininterrumpido.

Cuba era una aventura. Una especie de regocijo juvenil, una inesperada sensación de apremio se apoderó de mí pocos días antes de salir para la isla mayor del Caribe. Más que una incógnita, me aparecía como un verdadero enigma. Tal era mi estado de ansiedad que llegué a pensar que, por algún imprevisto, terminaría quedándome en Guayaquil para esos días de fiestas julianas, que curiosa y divertidamente, son también días de fiesta en las tierras que pisó el mismísimo Cristóbal Colón hace cinco centurias. Y vaya que casi me quedo…

A pesar de que pensaba que me quedaría, cumplí con el ritual de preparación de todos los viajes: leí mucho sobre los lugares en que estaría, traté de escuchar su música (esto fue muy sencillo en el caso de un país con la riqueza musical de Cuba), leí su prensa y lo intentó con sus escritores actuales y volví a sus autores esenciales, reencontrándome con Martí y su vieja premonición: Iría por mis propios y personales medios a buscar la pregunta retórica de Martí y a entender.

Llegó la hora del viaje. Pocos días antes había esbozado unas líneas que servirían de antecedente, pero mi terror a no viajar producto de alguna alineación astral, me impedía avanzar con esas líneas que quedaron inconclusas por eterna memoria. Empiezan, sin embargo, así: “Faltan 9 días para irnos a Cuba. Nos vamos a sentar en un avión, que muchos suponen una máquina del tiempo. Los prejuicios, las perversidades, las historias contadas a medias, las verdades largamente acalladas. Tengo la esperanza de poder venir a contar mi experiencia en la isla mayor del Caribe. Tengo miedo que mis prejuicios, mis perversidades cuenten también una historia que no se compadezca con la realidad. Quiero contar y escribir todo como me venga de primera mano, quiero escribir agua, nube, mar, arena, calor, tiempo, espacio, revolución, presente, pasado…”

Madrugada del miércoles veintitrés de julio de este año dos mil ocho, que es el de la Rata según el horóscopo chino, el del planeta Tierra según la ONU, el del Diálogo Intercultural según la Unión Europea y el dos mil quinientos setenta y seis ab urbe conditia, que es cuando toda esta parafernalia del mundo occidental comenzó. Como toda ciudad, Guayaquil es más hermosa a las cuatro de la mañana, porque está dormida. Verla bajo la bruma del primer rocío tropical confundido con los destellos del alambrado público que engloba en sus faroles pequeños arco iris que matizan el cielo azul morado que anuncia la aurora es como contemplar una mujer dormida. Solo verla es un espectáculo que embriaga los sentidos de nostalgia e infantil emoción, recorrerla sigilosos, atravesando por sus calles lo traslada a uno a momentos más felices, aún cuando jamás los hubiese vivido.

El camino al moderno aeropuerto de Guayaquil está plagado de calles mal asfaltadas, llenas de huecos como trampas mortales, ladrones profesionales y principiantes, ebrios ocasionales y consuetudinarios. El camino al más moderno y mejor aeropuerto de Latinoamérica, el José Joaquín de Olmedo de esta ciudad de Santiago, es relativamente corto. Quince minutos de conversaciones breves y respuestas casi monosilábicas. El nuevo aeropuerto es, sin duda, una obra magnífica que enorgullece a los hijos de Guayakile y su mérito es enteramente del alcalde Nebot y el entonces presidente Gustavo Noboa, que firmó el decreto ejecutivo para la transferencia de la competencia (algo que hoy suena imposible).Ojalá las calles de la ciudad fuesen de concreto armado como la pista reconstruida al cien por ciento de este monstruo de la arquitectura, erigido y administrado bajo la figura jurídica de concesión por Terminal Aeroportuaria de Guayaquil S.A. TAGSA compañía constituida por socios argentinos (Corporación América) y ecuatorianos (el grupo económico Deller) para un plazo inicial de quince años, que hace poco se extendió en cuatro años once meses más y en el que el cincuenta por ciento de la utilidad bruta va a parar a las arcas municipales y el otro cincuenta por ciento es la ganancia de TAGSA. Hasta el año pasado, el Municipio de Guayaquil había embolsado, sin tener que mover un dedo, ni contratar un obrero para que entierre una sola vez una pala en la arena para hacer la mezcla del concreto, más de doce millones y medio de dólares anuales por el negocio. Así de bueno es el negocio, que el Estado central insiste en que le corresponde una tajada del mismo, a cuenta de que el tráfico aéreo es una competencia nacional, administrada –o debería decir, mal administrada– por la Dirección General de Aviación Civil.

Un moderno avión de Copa Airlines nos llevaría en aproximadamente 2 horas, primero al aeropuerto de Panamá, que es una bahía (no el accidente geográfico sino el mercado de contrabandistas y supercherías falsificadas que existe en los alrededores de la avenida Colón y Malecón de Guayaquil) gigantesca, tosca y fea que a lado tiene una pista de aterrizaje. Desde ahí, luego de una escala de una hora que apenas nos dio tiempo de recorrer los locales del duty free panameño, que supuestamente esconden negocios redondos y baratijas impresionantes, se anunció a las nueve y cuarto de la mañana el embarque del vuelo con destino a la ciudad de La Habana, con salida programada para cincuenta y dos minutos después. Una vez en el avión, todos los presagios negativos parecían haberse disipado. El istmo nos recibía cordial con un sol radiante y esplendoroso que auguraba un viaje tranquilo y sin sobresaltos hacia la capital cubana, donde aterrizaríamos pocos minutos después de la una de la tarde y recordaríamos, quienes ya lo conocíamos, la inclemencia del calor del Caribe y escucharíamos las quejas de los primerizos sobre los fuetazos del sol sobre la nuca y la coronilla, que creían tener en fuego.

El paisaje desde la ventanilla del avión era decidor: grandes extensiones de sembríos, poca urbanización. Un país agricultor, rural, por lo menos era lo que se podía apreciar en la aproximación de la aeronave. Según datos oficiales, el sector agropecuario creció en Cuba en el año dos mil siete casi un veinticinco por ciento, siendo el sector de la economía centralmente planificada cubana que más se desarrolló en ese año. Las variadas y multicolores cuadrículas de sembrío, sobre los cuales se divisaban diminutas figuras que a veces parecían un tractor rojo y otras, cuando eran mucho más pequeñas, suponíamos eran de campesinos.

Momentos antes, el capitán de la nave había pedido a los pasajeros volver a sus asientos, ajustarse los cinturones, cerrar las mesitas y enderezar el espaldar de sus asientos, pues entrábamos en fase de aproximación. El avión se enfiló hacia la pista del aeropuerto internacional José Martí, áspera y larga como una lengua de vecina, y al tocarla el ligero contoneo del aparato evidenció los reiterados recapeos, cuya corrección de fallas y huecos la han dejado irregular, como si de una calle guayaquileña cualquiera se tratase. A derecha e izquierda del sector inicial de la pista todo era vegetación, espesa y tupida, y de un verde encendido. Al pasar la mirada por las ventanas del otro lado del pasillo alcancé a divisar una cabañita de caña y me recordó a los aeropuertos rurales del Ecuador, donde antes de despegar es imperioso retirar a chivos y burros de la pista. Me imaginé que me encontraría, dado el antecedente de la covacha, con un aeropuerto típicamente caribeño, como el de Curaçao, que está viejo, no tiene aire acondicionado y tiene unos ventiladores llenos de polvo decenario. En esta y otras cosas pensaba mientras me sacaba los audífonos de mi inseparable ipod y me preparaba, laptop en mano, a caminar hacia la puerta delantera del avión.

La manga por la que salimos era bastante más vieja que las modernas mangas del aeropuerto de Guayaquil, olían mal y carecía de aire acondicionado. Hubiésemos preferido bajar por la escalerilla, como en Panamá, y que un bus refrigerado nos lleve al interior del aeropuerto internacional José Martí de la antiquísima ciudad de Villa de San Cristóbal de La Habana, gracia fundacional de esta capital caribe, con partida de nacimiento fechada dieciséis de noviembre de mil quinientos diecinueve, a escasos veintisiete de la primera llegada de Cristóbal Colón a las Indias Orientales en las que arribó, por artilugio del destino y para (según cuenta la leyenda) suerte de su pescuezo, el doce de octubre de mil cuatrocientos noventa y dos, a la isla de las Bahamas conocida como Guanahani por los caribes nativos, rebautizada en la usanza imperialista de cualquiera que estuviese a órdenes de la corona española por el enigmático marino como San Salvador, lo que nos demuestra a distancia de cinco siglos y fracción que Cristóbal Colón sentido del humor y la capacidad para reírse de él mismo. Apenas quince lunas posteriores, el almirante Colón recorría el sur de la isla que se llamaría Juana, marcando el inició de la agitada vida conocida de esta isla del mar Caribe, cuyo historia convulsionada y estoica empieza a develar el misterio de por qué Martí me dijo a mis catorce años que Cuba era una viuda triste que se le aparecía con un sangriento clavel en la mano.

Entramos por la manga, apresurados y algo fastidiados por el ambiente enrarecido gracias a su utilización diaria para turistas venidos de todos los rincones y con todos los metabolismos del mundo. Ya desde la pista, y en el recorrido de uno de los doce taxiways (A lfa, B ravo, C harlie D elta, E cho, F oxtrot, H otel, I ndia, J uliet, K ilo y L ima) hasta el sitio de parqueo del dragón moderno que nos había llevado en su panza, divisamos que el edificio de la terminal no eran tan pequeño, ni tan empírico como supuse. La estructura central estaba compuesta de cuatro puntas en forma de proas de concreto equidistantes, de esquinas curvadas y líneas prominentemente rectas. Desde la pista parecen cuatro estructuras, pero en realidad son dos especies de medio cascos de buque carguero, en el centro de las cuales se lee Aeropuerto Internacional José Martí – Habana, administrado por la (para variar) estatal ECASA (Empresa Cubana de Aeropuertos y Servicios Aeronáuticos S.A.) que maneja los veintidós aeropuertos cubanos desde mil novecientos noventa y cinco. Ésta es la tercera terminal José Martí de la Habana, puesto que la primera fue inaugurada en el año de mil novecientos treinta y su segunda versión en el año de mil novecientos ochenta y ocho, una década antes de su inauguración un veintisiete de abril. Los dos viejos aeropuertos siguen funcionando, uno básicamente para vuelos internos y el otro para vuelos con Estados Unidos y el Caribe fundamentalmente.

El resto de la terminal nueva, que tiene dos pisos y fue terminada en mil novecientos noventa y ocho con apoyo del gobierno francés, está en bastantes buenas condiciones, aunque se nota que el paso de la modernidad lo perdió hace bastante. Como todo en Cuba, hay letreros luminosos que no funcionan, o tienen un par de foquitos quemados, pero está limpio y ordenado. Debe ser que la arquitectura de los aeropuertos de cierto tiempo acá ha adquirido formas recurrentes, porque tiene un aire al de Guayaquil –aunque la pista de la Habana sea más larga, con cuatro mil metros de recapeos y reparaciones y la de Guayaquil apenas con dos mil setecientos noventa de pista flamante– El pasillo de la manga a migración tiene a la derecha de los arribantes un ventanal de vidrio, cruzado por grandes rectángulos rojos de acero y a la izquierda, separados por una cuadrícula metálica roja, el interior el espacio reservado para los viajeros que van de salida. Banderas de todos los países del mundo adornan el centro de la amplia sala de la que nos separa la cuadrícula roja.

Caminamos hasta migración, donde nos atiende un nervioso policía de camisa y pantalón verdes, quien parece preferir no parecer cordial para no resultar luego involucrado en algún enredo migratorio. Pasados los controles y estampadas las tarjetas de turismo (una elegante forma de evitarle a los pasajeros futuros inconvenientes por tener el sello de entrada y salida de Cuba en sus pasaportes) salimos hacia el área de las bandas eléctricas que vomitan maletas y equipaje en general. Varios perros policías se pasean entre los recién llegados escudriñando bolsos, carteras, mochilas, maletines y maletas. Uno de nuestros amigos, que tuvo la feliz idea de viajar a Cuba con su pasaporte azul –sí, el estadounidense– fue retenido por unos veinte minutos por policías de migración que, a mi entender, con justa causa, le preguntaban algo fastidiados ¿qué hace’ tú aquí? . A otro amigo, en cambio, le pidieron amable pero tajantemente que no tome fotos ahí dentro.

Mientras esperábamos las maletas (y al ocurrido que trajo el pasaporte gringo) empezó el encanto cubano empezó a hacerse sentir. Una mujer policía de ojos verduzcos y aletargados lucía tan natural como el calor que hacía afuera su uniforme verde, entallado y de minifalda, ornamentado con una medias de redes negras que dejaban al aire rumbos de piel caribe, rematados por unos pulidísimos zapatos de tacón. El uniforme y las medias dibujan las formas precisas de la oficial cubana y a más de uno de los viajeros se les escapó una sonrisa galante que fue bien recibida, pero decididamente rechazada. Eran la una de la tarde y cincuenta y nueve minutos cuando se abrió la última puerta oficial y salimos al lobby inferior del aeropuerto, donde pacientemente me esperaba, cartel con mi nombre en mano, desde la una y treinta, Enrique, hermano de un quiropráctico cubano conocido mío y para quien llevaba yo unos encargos. Conversé con él brevemente, le entregué lo que llevaba y me despedí, no sin antes escuchar una rapidísima explicación de Enrique sobre los lugares que debía conocer, los atajos que no debía tomar y las invitaciones que debía rechazar. Cambié dinero en la CADECA (Casa de Cambio S.A.) del aeropuerto y causé una discusión entre cubanos. Uno me recomendó que cambié a pesos cubanos una pequeña fracción de los euros que llevaba, pero la señora cajera dijo que eso era inútil y, en principio, se negó a cambiarlos. Esto nos molestó un poco, pues estamos acostumbrados a que nadie nos diga qué hacer con nuestro dinero, así sea una ínfima cantidad invertida en la pésima decisión de cambiarlo por una moneda que nos resultaba casi completamente inservible. Después de discutir un poco con la señora y, mediando la intervención del que nos recomendó cambiar los pesos cubanos, ella estuvo de acuerdo –de mala gana– en cambiarnos unos euros a pesos cubanos y el resto a pesos convertibles.

A pesar de haber leído una y mil veces sobre este peculiar sistema monetario, era difícil entender esta coexistencia de monedas cuyo cambio es entre sí de veinticuatro o veinticinco pesos cubanos por cada peso convertible (CUC), mientras que por cada uno de estos últimos pagaríamos entre un dólar y un dólar veinticinco (según la variación cambiaria) y, este más estable, entre 60 y 70 centavos de euro. De todas formas, cambiado el dinero, salimos a la parte frontal del aeropuerto, adornada con pequeñas áreas verde, palmeras y uno que otro árbol de sombra más generosa, bajo los cuales nos refugiamos enseguida. Esperaba ver, conforme me lo habían anticipado, una recua de carros viejos y casi inservibles como taxis, pero me encontré con modernos Peugeots y carros chinos y japoneses. Por ahí aparecían, por supuesto, los eternos Ladas soviéticos y uno que otro Chevrolet de los cincuenta, pero la verdad sea dicha, la mayoría de taxis eran nuevos, y estaban correctamente identificados con las marcas de las compañías de taxis Cubataxi, Panataxi yTaxiOK, todas, por supuesto, de propiedad estatal.

Fue ahí en que me di cuenta que los vuelos de pájaros y los augurios nefastos habían sido vencidos a punta de voluntad y compromiso con un poema que leí y no entendí a los catorce años: estaba pisando tierra cubana y, apenas llegando, ya me sentía abrumado por las contradicciones, por las conductas humanas y cambiarias, por las realidades que, en apariencia, íbamos evidenciando, las reflexiones de primera mano, los juicios de valor errados y, para remate, el infernal calor del Caribe que empezó a hacer mella cuando nuestra encargada del viaje no daba con el bus que debía llevarnos al hotel.

Las confusiones eran, ya estando en La Habana, aún más profundas y, en apariencia, infranqueables.

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